O povo cristero e o preço de confessar a Cristo Rei

O povo cristero e o preço de confessar a Cristo Rei

La Cristiada no fue una revuelta más ni un episodio marginal de la historia mexicana: fue una contrarrevolución, la respuesta de un pueblo al que el Estado quiso arrebatarle no sólo la fe, sino la dignidad. Como recuerda Olivera Ravasi en su libro «La Contrarrevolución Cristera», cuando los poderes públicos negaron el derecho y la fuerza moral, el creyente sólo encontró un refugio posible: las catacumbas y, si hacía falta, el circo. No era una metáfora: el gobierno abrió una persecución religiosa sistemática mientras la jerarquía, entre prudencias y silencios, intentaba sobrevivir.

Desde un primer momento aparecieron testimonios clandestinos —pasquines, folletos, crónicas sin nombre— que narraban martirios, profanaciones y abusos. Décadas después, gracias a esa documentación, algunos de estos hombres y mujeres fueron reconocidos por la Iglesia como mártires. Pero incluso ahí había matices: sólo se beatificaba a quienes no habían empuñado armas, para evitar la lectura política de su muerte. Una prudencia comprensible para Roma; un gesto difícil de aceptar para quienes conocían la verdad del conflicto.

Mártires sin sotana: la fe del pueblo humilde

La sangre cristera no fue únicamente sangre de sacerdotes. El primer mártir relatado, José García Farfán, era un comerciante de barrio, un hombre de 66 años cuya única provocación fue colocar en su vitrina un letrero que decía ¡Viva Cristo Rey!.

El general Amaya, irritado por la osadía, lo asesinó a quemarropa. Pero el letrero quedó intacto: Dios no muere. En ese contraste —el poder que mata y el humilde que resiste— se condensa el espíritu cristero.

Otros episodios muestran la brutalidad de las tropas federales: concentraciones forzosas, saqueos, incendios, violaciones, ejecuciones sumarias, niños estrellados contra peñas, cuerpos colgados de los postes telegráficos para escarmiento público. Era una violencia sin disimulo, nacida del odio a la fe y alimentada por la impunidad.

La juventud mártir: el cielo está barato

Los testimonios de adolescentes cristeros estremecen. En su libro, Olivera Ravasi recoge frases que hoy resultan incomprensibles en una cultura que rehúye el sacrificio: Hay que ganar el cielo ahora que está barato o ¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!.

Entre ellos destaca la figura de Tomás de la Mora, seminarista de 17 años. Detenido, interrogado, torturado y colgado de un árbol, murió con una serenidad desconcertante: —No me quite usted el tiempo. ¿No ve que me queda muy poco de vida? —respondía a quienes intentaban arrancarle nombres.

Su muerte, bajo el árbol donde antaño descansó Benito Juárez, tuvo un simbolismo que aún hoy sobrecoge: allí donde hubo ignominia, él quiso colocar su martirio para convertirlo en bendición.

Y luego está José Sánchez del Río, el niño de 13 años que cedió su caballo a un general cristero—usted hace más falta que yo—y que marchó al martirio con las plantas de los pies cortadas, gritando:

¡Viva Cristo Rey y que en el cielo nos veremos!

Las mujeres, columna invisible de la resistencia

La guerra cristera no puede entenderse sin el papel de las mujeres. Ellas fueron enlace, mensajeras, enfermeras, proveedoras de alimentos, guardianas del Santísimo. Por eso mismo, el gobierno las castigó con brutalidad: violaciones multitudinarias, torturas, arrastres por los caminos, asesinatos delante de sus hijos.

El caso de Carmen Robles Ibarra, que consumió las hostias consagradas para evitar su profanación antes de ser violada y asesinada, o las jóvenes de las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco fusiladas detrás de la catedral, revelan la profundidad del odio anticristiano.

Las mujeres no empuñaban fusiles, pero sostuvieron la guerra. Sin ellas, la Cristiada no habría sido posible.

Los sacerdotes: al pie del altar y del patíbulo

Si el pueblo fue el músculo de la resistencia, los sacerdotes fueron su corazón. Y pagaron el precio. Entre los ejemplos que recoge Olivera Ravasi, destacan: El padre Mateo Correa, asesinado por negarse a revelar el secreto de confesión. El padre Rodrigo Aguilar, colgado tres veces por no gritar ¡Viva Calles!, respondiendo siempre: Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe. El padre Miguel Agustín Pro, jesuita ingenioso y valiente, fusilado tras un proceso amañado mientras extendía los brazos en cruz y exclamaba:

¡Viva Cristo Rey!.

El pastor que no abandonó a su rebaño

Finalmente emerge la figura de Mons. Francisco Orozco y Jiménez, el arzobispo de Guadalajara. Exiliado varias veces, perseguido, escondido entre barrancas, celebrando Misa en el anonimato, fue el Atanasio mexicano del siglo XX.

Nunca bendijo oficialmente la lucha armada, pero tampoco la condenó. Su misión fue acompañar, sostener y confirmar en la fe a quienes derramaban su sangre por Cristo. Y lo hizo hasta el último día, como pastor que no huye cuando vienen los lobos.

En La Contrarrevolución Cristera, el P. Javier Olivera Ravasi rescata vidas reales —no eslóganes— y devuelve a la Cristiada su profunda dimensión espiritual y humana. Un libro que no teme mostrar lo que muchos prefieren olvidar: que un pueblo entero estuvo dispuesto a morir antes que renunciar a Cristo.