Vivimos rodeados de discursos que nos repiten que la libertad consiste en “hacer con mi vida lo que quiero”. Bajo esta premisa se han erigido leyes que presentan el suicidio asistido y la eutanasia como si fueran conquistas civilizatorias. Sin embargo, Álvaro Roca desmonta esta falacia desde sus cimientos: el hombre no es dueño absoluto de su vida, porque no se la ha dado a sí mismo. La vida es un don recibido, no un objeto fabricado ni un coche que pueda venderse, heredarse o enviarse al desguace. Pretender lo contrario es reducir la existencia humana a una mercancía desechable.
Del permiso al absurdo
Filósofos modernos como Tooley o Engelhardt han convertido el “permiso” en la piedra angular de su bioética: si yo acepto que otro me quite la vida, no hay violación de ningún derecho. Roca denuncia la trampa: una cosa es renunciar a un bien material y otra muy distinta es disponer de la propia vida como si fuera una propiedad más. La comparación entre un coche y un ser humano revela el sofisma: la vida tiene dignidad infinita, irreductible a cualquier cálculo de conveniencia o contrato social.
La indisponibilidad de la vida
La tradición jurídica, desde Cicerón hasta el Tribunal Constitucional español, reconoce que la vida no puede ponerse en manos del capricho individual. Ni siquiera la libertad más radical incluye el poder de autodestruirse. El derecho no protege la voluntad de morir, sino la obligación de vivir. Por eso incluso en casos extremos —como las huelgas de hambre de presos del GRAPO— el Estado intervino para preservar la vida mediante alimentación forzosa. No se trataba de paternalismo, sino de reconocer que la dignidad humana no desaparece cuando el sujeto la desprecia.
Eutanasia: la puerta giratoria del suicidio y el homicidio
Aceptar el derecho a morir implica abrir la puerta al derecho a matar. San Agustín lo señaló hace siglos: quien cree poder quitarse la vida termina justificando quitar la del prójimo. La eutanasia no es más que un suicidio delegado: alguien debe ejecutar lo que el paciente no puede realizar por sí mismo. Y si se legitima que el Estado o un médico administren la muerte, ¿qué impide que esa misma lógica se aplique a cualquier vida considerada “indigna”? La pendiente es tan resbaladiza como evidente: del suicidio se pasa al homicidio, y de la compasión al descarte.
La gran falacia del “derecho a la muerte”
Roca insiste en que ni la vida ni la muerte nos pertenecen. Ambas nos son dadas, y en ese don se funda la dignidad que nos iguala a todos. Convertir la muerte en un derecho es el colmo de la soberbia moderna, un intento de borrar el misterio y someter lo más sagrado a la fría lógica de la voluntad. No se trata de prohibir por prohibir, sino de recordar que la libertad humana está llamada a custodiar la vida, no a destruirla.
En Derecho a vivir, Álvaro Roca enfrenta la cultura de la muerte con argumentos filosóficos y jurídicos que desnudan sus contradicciones. Un libro que interpela a creyentes y no creyentes, porque nos recuerda que la vida no es un derecho conquistado, sino un don recibido. Y que, al negarlo, no nos hacemos más libres: nos convertimos en esclavos de una libertad sin sentido.
