TRIBUNA: Riflessione sacerdotale per la prossima solennità mariana

Por: Francisco José Vegara Cerezo - Sacerdote de la diócesis de Orihuela-Alicante.

TRIBUNA: Riflessione sacerdotale per la prossima solennità mariana

Si la antaño princesa del pueblo fue capaz de decir: Yo por mi hija mato, ¿no tendremos lo que hay que tener, los hijos predilectos de María, para cantar al lucero del alba, si se tercia, que por nuestra madre estamos dispuestos incluso a morir? ¿Acaso será que ya solo tenemos horchata en las venas, y van a resultar más machotes los que han conseguido que se les apruebe la infame bendición?

Ciertamente, al decir lo de hacerse eunucos por el Reino de los Cielos, Jesús no se refería a esta panda de amorfos e indolentes soplagaitas en que se ha convertido el clero, incapaz ya de dar la cara hasta por su Santísima Madre celestial.

El que, durante toda su sacrosanta Pasión, no permitió que nadie le tocara un pelo a su bendita Madre, ¿va a aguantar impertérrito viendo cómo ahora es ninguneada por los primeros que deberíamos promoverla y ensalzarla ante todo el pueblo fiel?

¿Vamos a tener la caradura —que ya sería tener alguna— de explicar a los feligreses, en la próxima solemnidad de la patrona de España, que ella ya no es corredentora, ni medianera, ni intercesora, y que estará muy guapa sobre el pedestal, pero habrá que aplicarle lo de que se ve, pero no se toca? Porque ya es tontería dirigirse a ella hasta con esta jocosa plegaria: Virgen Santa, Virgen Pura, haz que apruebe esta asignatura, a lo que ella podrá responder con más verdad que nunca: Pues estudia, caradura, ya que, como ahora no puede mediar ni interceder, otra cosa que consolar —que el que no se consuela es porque no quiere— no va a poder hacer.

Me temo que, como el lumbreras del Tucho, que se las sabe todas —aunque sea el chivo expiatorio con el que todos se meten, porque meterse con él sale gratis—, ha salido sutilmente, por no dar puntadas sin hilo, sino sabiendo que la clave, para cocer a las ranas, es el fuego lento, diciendo que, en privado, se pueden seguir aplicando esos apelativos a María, igual que Fiducia supplicans había soltado la estafa monumental de la diferencia entre lo doctrinal y lo pastoral, cuando esto es la simple divulgación de lo anterior. Ahora más de un orador sagrado aprovechará para, sin tener que dar la cara —sino con más cara que espalda—, pasarse, como quien no quiere la cosa, al ámbito público y poder continuar con la costumbre inveterada de enardecer a la masa fiel con las soflamas y los fervorines de rigor. Pero ¿acaso es de recibo que quien, para evitarse problemas —que bastantes problemas da ya la vida—, acata la conversión de María en reina parlamentaria del cielo, por eso de que reina pero no gobierna, por no tener ya facultad para nada, luego engañe a las ovejas tomándolas por borregos y haciéndoles creer que, en el fondo, no ha pasado nada y que, como siempre, todo sigue igual?

¿Cómo que no ha pasado nada? Seamos serios, por favor, que un mínimo de rodaje ya tenemos todos, y, si hay algo que no cae precisamente en la lotería, es la ordenación. Por eso hablar aquí de disonancia cognitiva es un insulto a la inteligencia, que en todos se ha de dar por supuesta, más incluso que el valor a los militares.

Todos sabemos que los títulos mariológicos están tan íntimamente entrelazados que vienen a ser como las fichas de dominó, en cuanto que, si cae uno, van cayendo a continuación todos los demás. Por eso, de no ser corredentora, María ya no puede ser medianera de ninguna gracia ni tampoco intercesora, porque el sentido de la corredención y de la intercesión es hacer llegar la gracia redentora que Cristo —quien así es el único Redentor— ganó. Esa es justo la diferencia entre ser Redentor, y obtener propiamente la gracia redentora, y ser corredentor, y entonces limitarse a comunicarla.

Si se preguntara por qué el mismo que ganó la gracia corredentora no es el que la comunica directamente, se responde que por eso la salvación no es inmediata, como piensan los protestantes, sino que inmediato solo es el cielo con la visión beatífica; y, mientras tanto, Dios utiliza siempre una mediación como prolongación de su propia naturaleza humana asumida instrumentalmente, y esa prolongación se cumple y expresa, de modo visible, a través de la Iglesia, y de modo místico, a través de la comunión de los santos, según la cual podemos influir en los demás y hasta en el cuerpo entero de la Iglesia. Pero si eso es aplicable a todos, que, como corredentores, mediadores de la gracia e intercesores, podemos canalizar hacia los demás la única gracia redentora ganada por Cristo, ¿resulta que lo mismo ahora queda vetado para la que precisamente colaboró indispensablemente en la Encarnación de Cristo —siendo la Madre de Dios— y muy estrechamente en toda la obra salvífica, como el Nuevo Testamento pone de manifiesto especialmente en la Cruz y en Pentecostés? Entonces, aquella que fue la puerta abierta de par en par, y por la que vino el que es la fuente de la gracia, ¿ahora va a ser canal seco por donde ya no fluye ninguna gracia? Consiguientemente, ¿para qué pedir ya a María, si ella no puede interceder por nadie, cuando lo que cabalmente se espera de la intercesión es alcanzar la gracia, que siempre es misericordiosa después del pecado original? Evidentemente, habrá que suprimir la última parte de la oración que todas las generaciones de cristianos le han dedicado a María para cumplir su misma profecía en el Magníficat, porque, salvo nuevas órdenes superiores, alabarla todavía se puede, pero rogarle ya se ha vuelto tan inútil como predicar a curas o confesar a monjas.

¿A qué contrasentido se ha llegado? ¿Y nadie va a dignarse a alzar la voz, para salvaguardar el honor de la Madre, la fe firme de la Iglesia y la devoción constante del pueblo fiel? ¿Se valorará más mantener la zona de confort —porque afuera hace mucho frío— que jugarse el tipo por algo en esta vida?

Para la mayoría, todo se va a resumir, a mi entender, en este falso dilema: el de la cobardía de acatar sin rechistar, y hasta autocensurándose, para subir o, al menos, no bajar; y el de la hipocresía de, ateniéndose en cada momento a lo más conveniente, dar, ese día, la cara del más intrépido marianista ante la gente, y luego la del más obsecuente lamelibranquio ante los de arriba. Peor aún, desde luego, es el segundo caso, pues ¿qué es la hipocresía sino una cobardía disfrazada de la prudencia más oportunista? Por eso la hipocresía es la multiplicación exponencial de un defecto que aún se pretende disimular como tal, e incluso simular como virtud, y que se vuelve tanto más peligroso cuanto más se afana por lograr su maquiavélico propósito.

La verdadera alternativa, empero, no está ahí, sino en ser franco y consecuente, pues la verdad debe ser siempre irrenunciable para el que se estime discípulo del que se declaró la Verdad en persona. ¿Y cuál es ahora la verdad? Reconocer, ante todo y sin ambages, lo evidente: que, según el magisterio anterior, María es, en cierto sentido, corredentora, y también medianera de todas las gracias e intercesora (Dz 734, 1940a y 1978a), y que, según el magisterio de León —Mater populi fidelis, n. 22 y 67—, ya no es ninguna de las tres cosas. Por tanto, seamos coherentes y démonos cuenta de que el magisterio —que es el uso de la potestad docente papal, dirigida a toda la Iglesia y asistida por el Espíritu Santo— no es simple cuestión de palabras, sino de fe; y así relativizarlo es socavar el cimiento mismo de la doctrina católica. Por eso hay que creer en la realidad de lo que las palabras magisteriales indican. Pero, reconocido lo evidente —que lo que está a la vista no necesita candil—, ¿cómo se puede ser consecuente con un magisterio inconsecuente por claramente contradictorio?

Como faltar a la debida obediencia religiosa al magisterio ordinario (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 892) es materia de pecado mortal —por atentar contra la fe— y estar solo un grado por debajo del rechazo al extraordinario, que ya supone excomunión, no veo otra salida lógica, para el que no quiera adentrarse en mayores y arduas honduras sobre el magisterio de León —pues líbreme Dios de aconsejar a nadie que vaya contra la propia conciencia—, que abstenerse, en la ya inminente solemnidad, de todo desahogo verbal tan fácil como estéril y reconducir toda perplejidad y desazón interiores hacia su verdadero cauce intraeclesial: la queja formal ante el obispo. Pues son los sucesores de los apóstoles los que, tomándose a pecho la primordial obligación de velar por el depósito de la fe, deberían solicitar a León la pertinente aclaración doctrinal.

Por supuesto, no faltará la mentalidad misticoide y alienada que apele exclusivamente a la oración —que siempre es importante, pero no exclusiva—, pues ya se dice que a Dios rogando y con el mazo dando, y la oración que ni compromete ni se traduce en comportamientos se diluye en el puro fideísmo de la inoperancia. Además, ¿qué oración cabe ya, ahora que precisamente ha sido descartada la principal destinataria, después de Dios? Pero, a la hora de la verdad, ¿habrá suficientes aguerridos guerrilleros de Cristo Rey absolutista, a los que no se les vaya, como a los globos, todo el aire por la boca, sino que estén dispuestos a significarse por su gloriosa Madre ante las altas esferas y a moverse, aun a riesgo de no salir más en la foto de los guapos oficiales? Esa es la tímida duda que pronto dará paso a la desconsolada certeza de que, al final, no somos ni cuatro gatos, y encima ninguno quiere que le pongan cascabel o sambenito, que, para el caso, es lo mismo. Si no fuéramos tan gregarios ni tan estamentalmente corporativistas, otro gallo nos cantaría.

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