Por el P. Paul D. Scalia
En los siglos XII y XIII, los monjes desarrollaron algunos de los primeros relojes plenamente mecánicos. Su propósito era sencillo. Los monjes acudían a la capilla siete veces al día para cantar las alabanzas de Dios e interceder por el mundo. Los relojes les permitían hacerlo de un modo más preciso, disciplinado y uniforme. Con estos instrumentos de tiempo, podían, en efecto, dominar el tiempo y ponerlo mejor al servicio y alabanza de Dios.
Ahora bien, consideremos en qué se ha convertido el reloj y cómo tratamos el tiempo. Para los monjes, el tiempo se entregaba a Dios: en el trabajo, el estudio, el descanso y la oración. Para nosotros, es mercantil y mundano. Fichamos la hora, cobramos por horas. Detestamos que nos hagan perder el tiempo, porque el tiempo es dinero. Pero no nos molesta matar el tiempo nosotros mismos.
Los monjes desarrollaron relojes para consagrar el tiempo a Dios de forma más deliberada. Entendían que el tiempo tiene significado a causa de la eternidad, porque el Eterno nos lo ha confiado para administrarlo y cuidarlo, para su gloria y nuestra santificación.
Nosotros, con los relojes, cronómetros y temporizadores más avanzados, hemos excluido a Dios del tiempo. El resultado no sorprende. Como ocurre con toda realidad creada, una vez que el tiempo se arranca del propósito de su Creador, entonces se convierte o en un dios que nos devora, o en un esclavo al que abusamos. Así nos encontramos o esclavizados al reloj o matando el tiempo.
El tiempo de Adviento que comienza hoy trata precisamente del tiempo. Nos brinda la oportunidad de considerar cómo lo vemos y lo usamos. “Conoced el tiempo”, dice san Pablo (Rom 13,11). Bien, quizá sepamos qué hora es, pero no sabemos realmente qué es el tiempo.
El Adviento nos señala un tiempo futuro. Mira hacia la venida del Señor. Por eso todas las lecturas tienen, no el tono navideño que muchos esperan después de Acción de Gracias, sino una advertencia sobre el fin del mundo y la Segunda Venida de Cristo. En este sentido, la Iglesia Católica es la institución más orientada hacia el futuro en el mundo: mira al futuro más remoto, al fin del mundo.
“Por eso, también vosotros estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Mt 24,44). Ese es un mandato sobrio. La visión de futuro de la Iglesia no es el arco progresista de la historia que se inclina hacia la justicia. No hay mejora inevitable en la bondad o virtud humanas. Por el contrario, la Iglesia ve que la situación del mundo empeora a medida que se acerca la venida del Señor.
Paradójicamente, el Adviento nos prepara para ese momento terrible del futuro recordando el momento más cálido y hermoso del pasado: la Encarnación. Su venida gloriosa no es sino la consumación de lo que realizó en su primera venida. Si nos preparamos bien para su nacimiento —si “nos comportamos honestamente, como en pleno día: no en comilonas y borracheras, no en lujurias y desenfrenos, no en rivalidades y envidias” (Rom 13,13)— entonces podremos mantenernos firmes en su segunda venida.
Esto sucede ahora. En el presente se encuentran el pasado y el futuro, y cobran sentido. Ahora, en el momento presente, recordamos las obras de Dios en el pasado para prepararnos para su venida futura.
Esto también explica el año litúrgico de la Iglesia, que comienza hoy. Sí, la Iglesia sigue observando el año civil que comienza el 1 de enero, y el Vaticano incluso tiene un año fiscal. Pero la Iglesia no mide realmente el tiempo según el mundo o el mercado. Lo mide según su Liturgia: por su caminar anual con el Señor a lo largo de su vida.
Desde hoy, la Iglesia emprende su recuerdo anual de la vida de Jesús: prepararse para su nacimiento y celebrarlo; contemplar su vida, su predicación y sus milagros; y, sobre todo, acompañarlo en su Pasión, muerte, Resurrección, Ascensión y don del Espíritu Santo.
El tiempo nos es dado para este fin: conocer más íntimamente a Jesucristo y conformar nuestros pensamientos, palabras y acciones cada vez más con los suyos. Y como de este lado del Cielo nunca lo haremos perfectamente, nos volvemos a comprometer a intentarlo de nuevo, año tras año.
El tiempo no es dinero. Es mucho más importante que eso. Es el don de Dios para que podamos conocerlo mejor. Es la oportunidad para arrepentirnos: para dejar el pecado en el pasado y cultivar la virtud. Es la oportunidad para perdonar: para dejar atrás resentimientos y rencores y llevar la caridad al futuro. Es la oportunidad para crecer en gracia: para aumentar en nuestro conocimiento y amor de Jesucristo y nuestro compromiso con Él. Si no usamos el tiempo para este fin, entonces lo estamos desperdiciando.
El reloj comenzó en un monasterio y terminó en una hoja de control horario. Pero podemos revertir esto. Podemos usar nuestro tiempo —y todos nuestros dispositivos para medirlo— no solo para fines mundanos, sino para Dios. Tenemos alarmas, temporizadores y recordatorios en todos nuestros aparatos. Nos recuerdan citas, aniversarios, tareas, etc. También podríamos usarlos para recordar rezar, leer la Escritura, celebrar una fiesta o ir a confesarnos, y así sucesivamente.
El comienzo del Adviento es un llamado a ser buenos administradores del tiempo, ni adorándolo ni abusando de él, sino poniéndolo al servicio de su gloria y de nuestro bien.
Acerca del autor:
El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington (VA), donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.
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