San Bernardo de Claraval (1090–1153), canonizado en 1174 y proclamado Doctor de la Iglesia, es uno de los maestros más luminosos de la espiritualidad medieval. En un reciente artículo, la Asociación Internacional de Exorcistas ha recordado su enseñanza sobre el demonio y la lucha espiritual, una doctrina profundamente arraigada en la tradición patrística, que conserva una vigencia impresionante para el cristiano contemporáneo.
Bernardo no busca teorizar sobre el mal ni elaborar una teología del terror. Su reflexión parte de la vida monástica, donde el combate espiritual es una realidad cotidiana. En ese contexto, el santo cisterciense describe las tentaciones, los engaños y las estrategias del maligno con un lenguaje vivo, lleno de imágenes bíblicas y fuerza pastoral. El objetivo: enseñar a los creyentes a discernir las trampas del demonio y a vencerlas con las armas de la gracia.
La caída del ángel rebelde
Para San Bernardo, el pecado de Satanás fue la soberbia: quiso igualarse al Altísimo y fue arrojado del cielo al abismo. El diablo —explica el santo— quedó suspendido “entre el cielo y la tierra”, incapaz de participar de la gloria de los ángeles ni de la humildad de los hombres. En esta condición de vacío y frustración, los demonios viven “como locos y desorientados, huyendo perpetuamente de sí mismos”, expresión máxima de la dispersión del ser.
Esta imagen resume la tragedia del mal: la criatura que quiso ser libre de Dios terminó esclavizada por su propia negación. Los demonios, al ver el esplendor de los santos y los ángeles, mueren de envidia. En el fondo, su castigo es contemplar la felicidad que ellos mismos rechazaron.
Contra la redención universal: no hay salvación para los demonios
El santo abad de Claraval rechaza con claridad la idea de que los demonios puedan algún día ser redimidos, doctrina conocida como apocatástasis y sostenida por Orígenes. Bernardo enseña que la redención ya se ha cumplido “una sola vez y para siempre” en Cristo, y que no habrá un segundo acto redentor para los ángeles caídos. No porque Dios no quiera, sino porque ellos mismos, en su rebelión eterna, se han cerrado para siempre a la misericordia divina.
El poder y la acción del demonio
San Bernardo compara la lucha espiritual del cristiano con la liberación de Israel frente al faraón. Así como Moisés, con la ayuda de Dios, liberó al pueblo de Egipto, el creyente —sostenido por Cristo— vence el poder del maligno. El diablo, escribe el santo, es un enemigo poderoso, “porque gran parte de la humanidad yace bajo su dominio”. Sin embargo, su poder es limitado: no puede vencer sin el consentimiento libre del hombre.
Los demonios, dice Bernardo, se mueven sin descanso entre el cielo y la tierra, incapaces de hallar paz. Intentan ascender para desafiar a Dios, pero son rechazados; descienden entonces para tentar y engañar a los hombres. Este movimiento perpetuo, lleno de frustración y odio, es el signo de su condena.
Las tentaciones y los vicios: los disfraces del mal
San Bernardo advierte que el diablo se disfraza de virtud para engañar incluso a los más devotos. Como en las tentaciones de Cristo en el desierto, Satanás mezcla la mentira con la apariencia del bien. Así, puede usar incluso las Escrituras “con segundas intenciones”, para torcer la verdad de Dios y sembrar confusión.
El santo identifica los vicios con figuras simbólicas tomadas del Salmo 90: la víbora representa al obstinado que se cierra a la voz divina; el basilisco, al envidioso y codicioso; el dragón, al colérico; y el león, al orgulloso y cruel. Todos ellos son máscaras del demonio, que ataca donde encuentra una herida abierta en el alma.
Una teología de la esperanza y del combate
A pesar de la fuerza del enemigo, San Bernardo nunca deja lugar al miedo. El cristiano tiene a su lado al Paráclito, el Espíritu Santo, defensor y consolador, cuya presencia hace temblar al maligno. La victoria pertenece a Cristo, y quienes le siguen participan de su triunfo. La enseñanza del santo no invita al terror, sino a la vigilancia constante, la humildad y la confianza en el Salvador.
El monje de Claraval insiste en que la tentación no es una derrota, sino una ocasión para demostrar amor a Dios. Cada victoria sobre el mal, por pequeña que sea, es una participación en la cruz y en la gloria de Cristo.
La devoción mariana: refugio contra el maligno
San Bernardo fue un gran devoto de la Virgen María. A ella atribuye la protección más eficaz contra las asechanzas del demonio. Su célebre oración “Acordaos” (Memorare) expresa la confianza filial que debe animar a todo cristiano ante el mal: “Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección haya sido abandonado de ti”. En el combate espiritual, María es la Madre y Señora de la victoria.
Una lección para nuestro tiempo
En un mundo que niega el pecado y trivializa el mal, la enseñanza de San Bernardo resuena como un eco de sabiduría olvidada. El demonio no es un mito ni una metáfora psicológica: es una presencia real que actúa en la historia y en el corazón humano. Pero su poder no es absoluto. Cristo ya lo ha vencido, y el alma fiel —armada con oración, humildad y confianza en la Virgen— puede resistir y triunfar.
La espiritualidad de Claraval sigue siendo una brújula segura: recordar que el mal existe, pero no tiene la última palabra. La tiene Dios, que con su amor infinito rescata, purifica y santifica al que persevera en la fe.
