Por: Mons. Alberto José González Chaves
Varios sacerdotes jóvenes me han hecho llegar un artículo, expresándome al respecto su disgusto y perplejidad. Al no sonarme de nada el autor ni leer yo nunca aquella revista, no puse especial interés en leerlo, pero ante la insistencia de más clérigos, sobre todo del sureste español, acabé haciéndolo. Se trataba de un escrito muy sencillo. No me inquietó ni me pareció proporcional la preocupación de mis remitentes: que un texto de corte personal (no teológico, ni siquiera doctrinal), pudiera propiciar una comprensión horizontalista de la Santa Misa, como si su centro residiera más en la asamblea que en Dios.
Las afirmaciones del artículo venían siempre introducidas por alusiones a experiencias subjetivas: «me gusta», «yo creo», «cuando paso», «he encontrado», «sufro», «disfruto». Ello me hizo interpretarlo más como un desahogo de orden psicológico que como una enseñanza pastoral, de tener la menor pretensión de lo cual no ofrecía indicios. No obstante, me decidí a redactar estas líneas, que no pretenden rebatir opiniones (grado ínfimo de la verdad), y menos aun discutir gustos o displaceres, sino reafirmar con serenidad teológica lo que la Iglesia ha creído siempre sobre el Misterio eucarístico: que la Misa es sacrificio, culto trinitario y presencia real del Divino Mártir y Sacrificador del Calvario.
I. La Misa, un «código de orientación»
El Concilio de Trento definió con claridad luminosa la naturaleza del augusto Sacrificio eucarístico:
“En este divino sacrificio que se celebra en la Misa está contenido y se inmola incruentamente el mismo Cristo que una sola vez se ofreció cruenta y sangrientamente sobre el altar de la Cruz.” (Concilio de Trento, Ses. XXII, cap. II; Denz. 1743-1748).
Y añadía:
“Este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y se ofrece no sólo por los pecados, penas, satisfacciones y demás necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos que mueren en Cristo.”
De aquí se deriva que el valor de la Santa Misa no depende de la asistencia del pueblo, aunque es bueno y deseable que el pueblo participe activamente. Lo esencial no es la asamblea que celebra, sino Cristo que se ofrece al Padre en el Espíritu Santo, y en Quien la Iglesia se ofrece también (cf. Pío XII, Mediator Dei, 118).
El Concilio Vaticano II, lejos de contradecir esta doctrina, la reafirmó con vigor:
“Nuestro Salvador, en la Última Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre para perpetuar el sacrificio de la Cruz a lo largo de los siglos hasta su vuelta gloriosa” (Sacrosanctum Concilium, 47).
Así pues, el altar cristiano no es escenario, ni mesa profana, ni espacio de reunión, sino el Calvario vuelto a abrir sobre la tierra.
La Misa es acto de adoración trinitaria. El sacerdote, actuando in persona Christi, ofrece al Padre la Víctima santa y, con Ella, las oraciones y sufrimientos de la Iglesia entera. En ese momento se cumple el fin último de toda liturgia: gloria Dei et sanctificatio hominum —la gloria de Dios y la santificación de los hombres—. Por eso la liturgia es, según el último Concilio, el ejercicio del sacerdocio de Cristo.
Esta es, y no otra, su verdadera y auténtica definición. Si en la antigua Grecia leitourgía era “la obra del pueblo”, en la Iglesia católica la Sagrada liturgia es el Opus Dei:
«Con razón, entonces, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosanctum Concilium, 7).
La Santa Misa realiza los cuatro fines del sacrificio:
- Acción de gracias (Eucharistia): por la redención obrada por Cristo.
- Adoración: porque en el altar se da a Dios el culto de latría, único y sumo.
- Reparación: pues la Víctima inocente se ofrece por los pecados del mundo.
- Petición: al implorar de Dios misericordia y gracia para vivos y difuntos.
Este equilibrio sublime se diluye cuando se presenta la Misa sólo como “celebración de la comunidad” o como “servicio público”. En realidad, la Santa Misa es obra de Dios, en la que el pueblo participa. Es el acto más excelso que acontece cada día en la tierra. Nada la iguala. En cada altar, visible o escondido, Cristo renueva el sacrificio de Su Amor; los ángeles se prosternan; las almas del purgatorio reciben alivio; los santos se unen en alabanza; y la humanidad, redimida, ofrece al Padre el Corazón de su Hijo.
Por eso, la Iglesia enseña que la Misa tiene valor infinito, incluso cuando se celebra sin fieles: porque no depende de la mirada humana, sino de la presencia operante del Sumo y Eterno Sacerdote.
Cuando el sacerdote pronuncia en el silencio del altar las palabras de la consagración, el tiempo se detiene, el Calvario se hace presente, y el cielo se abre.
Allí se cumple el fin último del universo: que Dios sea adorado y glorificado en su Hijo por la fuerza del Espíritu Santo.
La renovación litúrgica auténtica no consiste en multiplicar innovaciones, sino en volver el rostro hacia el Señor. No hay pastoral más fecunda que un altar centrado en Cristo, un sacerdote que actúa in persona Christi, y un pueblo que adora, llora sus pecados y da gracias e implora mercedes al Dios Uno y Trino.
La liturgia no necesita frases ramplonamente ocurrentes ni fáciles metáforas despectivas. Necesita silencio, fe y sacralidad.
Porque en la Misa se cumple lo más grande que puede suceder en la tierra: «Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén.”
II. «Código benedictino»
Entre los grandes maestros contemporáneos de la liturgia, Benedicto XVI ha recordado con voz profética el sentido teocéntrico de la celebración eucarística. En El espíritu de la liturgia escribía, siendo aun cardenal Ratzinger:
“Cuando sacerdote y fieles miran en la misma dirección —hacia el Señor que viene, hacia el Oriente— se expresa la verdadera naturaleza de la liturgia: no mirarnos unos a otros, sino caminar juntos hacia el Señor.”
Esta orientación, física y espiritual, no responde a nostalgia arqueológica o esteticismo trasnochado, sino a una teología del Misterio: la liturgia no es un círculo cerrado, sino apertura al Dios trascendente.
Por ello, el Papa Benedicto propuso —como gesto de equilibrio y claridad— que incluso en la celebración versus populum se coloque sobre el altar un gran crucifijo flanqueado por candelabros, de modo que el celebrante y los fieles tengan un punto común de referencia: el Señor crucificado:
“El crucifijo no es un adorno; es el signo que hace visible la dirección del culto. En él se concentra la oración común, y nos recuerda que no estamos unos frente a otros, sino juntos ante Él.” (El espíritu de la liturgia, III, 2).
Este signo restablece la sacralidad del altar, evitando que el sacerdote se convierta en protagonista o animador, cayendo en un ridículo clericalismo, y da a Dios el lugar central. Si se pierde el sentido de esta orientación, la liturgia corre el riesgo de disolverse en un acto antropocéntrico, horizontal y autorreferencial. En un círculo cerrado tan tedioso que las incesantes y peregrinas creatividades nunca lograrán abrir.
El altar cristiano no se mide por criterios estéticos o arquitectónicos, sino por su valor teológico: es el umbral entre el cielo y la tierra. Cuando se colocan sobre él el crucifijo y los candelabros, no se busca ornamentación, sino manifestar visiblemente el Misterio que allí se celebra, desdibujando lo más posible el incómodo e invasivo personalismo clerical.
El altar es trono y sepulcro, mesa y ara, memorial y presencia. Allí se ofrece el mismo Cristo del Gólgota. Llamar irónicamente “código de barras” a esa disposición tradicional, denota más ignorancia que ingenio: no se trata de líneas decorativas, sino de la «geometría del misterio». Lo que para algunos es código, para la Iglesia es jerarquía del símbolo: las velas, como oraciones que ascienden; la cruz, como eje del universo reconciliado.
III. El «código corporal» del comulgante
En las últimas décadas, junto a la simplificación de los altares, se ha introducido una praxis igualmente nueva: la de recibir la comunión de pie tras un incómodo desfile llamado eufemística y ampulosamente «procesión», que sería la expresión exclusiva de la condición de “hombres pascuales”. (Perdón: hombres ¡y mujeres!). Esto lleva a sostener, con enojo, que comulgar de rodillas sería un anacronismo o una negación del espíritu pascual.
Tales afirmaciones carecen de fundamento en la tradición litúrgica y en la teología sacramental. Jamás la Iglesia entendió que arrodillarse fuera un signo impropio del cristiano resucitado; antes bien, lo vio siempre como gesto supremo de adoración, de humildad y de amor ante la Presencia real del Señor. Y esto durante muchos siglos y hasta hace bien pocas décadas y no en todas las iglesias. Nadie que haya hecho su Primera Comunión en los años 60 puede decir que no había visto un comulgatorio en su vida. Seamos sinceros: entonces, y aún hoy, en no pocas parroquias los niños (y también los adultos) comulgan de rodillas.
“Arrodillarse no es servilismo, sino expresión de libertad redimida: el que se arrodilla ante Dios no se arrodilla ante ningún poder del mundo.” (El espíritu de la liturgia, III, 4).
La postura de rodillas expresa lo que la lengua calla: el alma se reconoce criatura ante su Creador, pecadora ante el Redentor, adorante ante su Dios.
Organizar la comunión como una “procesión de pie” hace un efecto más coreográfico que teológico. La fe no se mide por el desplazamiento corporal, sino por la adoración interior.
La tradición milenaria de la Iglesia —de Oriente y de Occidente— ha venerado el momento de la comunión con gestos de postración, silencio y recogimiento. El comulgatorio, lejos de ser un obstáculo, es una «arquitectura de cuerpo y alma», una línea de humildad donde el comulgante, presa de «estupor eucarístico», en expresión de Juan Pablo II, ve cómo el cielo se inclina sobre él.
Es verdad que el Concilio Vaticano II pidió la actuosa participatio de los fieles. Pero esa participación no consiste principalmente en decir o moverse, sino en adorar y ofrecerse, uniéndose interiormente al sacrificio de Cristo. Lo había escrito pocos años antes el gran Pío XII:
«Que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico; y eso, no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, según aquello del Apóstol: “Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo”; y ofrezcan aquel sacrificio juntamente con Él y por Él, y con Él se ofrezcan también a sí mismos» (Mediator Dei, 99).
La liturgia, decía Benedicto XVI, no es invención de la comunidad, sino recepción del Misterio. Cuanto más se entra en el silencio, la reverencia y la contemplación, más se participa realmente. No se trata de “hacer cosas”, sino de dejar que Dios las haga en nosotros. La liturgia es obra de Cristo; nosotros somos sus testigos y beneficiarios. Y somos también los herederos, depositarios y custodios de esos que algunos llaman «antiguos ritos que se nos cuelan por intereses particulares de unos pocos, que nos imponen sin respeto y nos dividen». Yo prefiero pensar que mis abuelos no estaban equivocados.
Referencias
- Concilio de Trento, Ses. XXII, Doctrina de Sacrificio Missae (Denz. 1738-1759).
- Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, nn. 47-48.
- Pío XII, Mediator Dei, nn. 99-137.
- Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, El espíritu de la liturgia, Ed. Cristiandad, Madrid 2001.
- Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1362-1372, 1410-1419.
