La Virgen del Pilar como fundadora de España

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Los historiadores todavía debaten sobre el momento en que nació España. Algunos sitúan su origen en la conversión del rey visigodo Recaredo, cuando el catolicismo se convirtió en la fe de un reino unido; otros, en la empresa de los Reyes Católicos, con la culminación de la Reconquista y la unidad política; y no faltan quienes lo ubican en la era moderna, con las constituciones liberales que habrían dado forma jurídica al Estado contemporáneo —aunque, en rigor, esta última más bien señala el inicio de una crisis espiritual y cultural, no su nacimiento.

Sin embargo, hay una mirada más profunda, más antigua y más esencial: la que entiende a España no como una construcción política o un proyecto histórico, sino como una vocación providencial. En esa visión, España no nace de una conquista ni de una firma, sino de una presencia: la de la Virgen María sobre el Pilar, en Zaragoza.

Antes de eso, España era ya una tierra romana: jurídicamente ordenada, integrada al mundo civilizado, con sus leyes, sus caminos y su lengua. Roma legó la estructura, el derecho y la forma. Pero faltaba el alma. Esa alma la traería la fe.

La tradición nos dice que Santiago el Mayor, uno de los apóstoles de Cristo, llegó a estas tierras desalentado, agotado en su misión evangelizadora. Fue entonces cuando la Virgen María, aún viva en Jerusalén, se le apareció sobre un pilar de jaspe junto al río Ebro. No vino como símbolo poético ni como visión piadosa, sino en carne mortal, para consolarlo y darle fuerza. Le prometió que esta tierra no perdería nunca la fe en su Hijo.

Ese momento, que podría parecer piadosamente legendario, es en realidad el núcleo espiritual de la historia de España. Allí se unen la España romana —con su orden, su particular impronta y su sentido jurídico— con la España mariana —la que recibe su misión trascendente, su destino de servicio a Cristo y a su Iglesia—. En el Pilar confluyen el cuerpo y el alma de la nación.

Desde entonces, todo lo español llevará esa impronta. No hay empresa, ni arte, ni pensamiento español que no lleve en su fondo ese sello de fe universal. La Virgen del Pilar no sólo consuela a Santiago: lo envía. Lo hace mensajero de un pueblo llamado a evangelizar, a extender la verdad cristiana más allá de sus fronteras. Por eso, cuando siglos más tarde España lleva la fe al Nuevo Mundo, no hace sino cumplir aquel mandato primero recibido al pie del Ebro.

La Hispanidad —ese vínculo espiritual que une a tantos pueblos en torno a una misma lengua y una misma fe— no es una construcción política ni cultural: es una realidad sobrenatural que brota del Pilar. Nace cuando María imprime en esta tierra el genio propio de España: el de la fe ardiente, el valor misionero, la universalidad católica.

Por eso, además de decir que la Virgen del Pilar es patrona de la Hispanidad, habría que afirmar que es su fundadora. Porque en ella España recibe su identidad, su misión y su destino. Antes de Recaredo, antes de los Reyes Católicos, España ya estaba en el corazón de María.