TRIBUNE: Open letter to Leo XIV on the note «Una caro»

Por: Francisco José Vegara Cerezo - Sacerdote de la diócesis de Orihuela-Alicante.

TRIBUNE: Open letter to Leo XIV on the note «Una caro»

Santidad, voy a pasar a exponerle brevemente los principales errores que, a primera vista, he percibido en la nota magisterial Una caro, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, cuyo texto aparece en cursiva.

79. El Papa Francisco (…) con sano realismo, advierte del peligro de idealizar la unión matrimonial con deducciones inadecuadas, como si los misterios teológicos debieran encontrar una correspondencia perfecta en la vida de la pareja, y esta debiera ser perfecta en toda circunstancia. En realidad, esto crearía un constante sentimiento de culpa en los cónyuges más frágiles, que luchan y se esfuerzan al máximo por mantener su unión: No es bueno confundir diferentes niveles: no se debe imponer a dos personas limitadas la enorme carga de tener que reproducir a la perfección la unión que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la integración progresiva de los dones de Dios.

Se critica la idealización de tener que ajustarse a los misterios teológicos, cuando precisamente la idealización consiste en pensar que los misterios teológicos son meras ideas separadas de la realidad e inalcanzables desde esta; pero eso es completamente falso, tanto respecto a los misterios teológicos, que han de ser reconocidos como realidades completamente objetivas —¿o acaso la Trinidad y la Encarnación, por ejemplo, son meras elucubraciones sin contenido real?—, como respecto a los principios morales, los cuales, dado el carácter práctico de la moral, tampoco son meros ideales, sino normas que se deben cumplir realmente. La aberración que de la concepción idealizadora de la moral se deriva es la de pensar que bastaría con realizar, en la práctica, una cierta y gradual aproximación a los mandamientos para que los actos ya fueran moralmente buenos; sin embargo, eso va contra la doctrina católica, que considera pecaminoso en su materia todo acto que no se ajuste íntegramente a los mandamientos, sino que en algún aspecto los contradiga, por cuanto la bondad moral del acto exige la de todos sus componentes, mientras que para la maldad basta con que solo un elemento no sea bueno. De ahí que la oposición entre el bien y el mal no sea gradual sino radical, mientras que la gradualidad está solo en la mayor perfección del acto bueno o en la mayor gravedad del acto malo.

81. Con motivo del Jubileo de las Familias, los Abuelos y los Ancianos, el Papa León XIV, dirigiéndose directamente a los esposos, reiteró que el matrimonio no es un ideal, sino el canon del verdadero amor entre el hombre y la mujer: un amor total, fiel y fecundo […]. Al transformarlos en una sola carne, este mismo amor los hace capaces, a imagen de Dios, de dar vida [111].

Efectivamente, el matrimonio no es un ideal, como tampoco lo son las normas morales que al mismo se aplican, ya que la fuerza de la normatividad reside en la exigencia del cumplimiento real; por tanto, aquí se observa una flagrante contradicción con lo expuesto anteriormente.

122. La persona no puede ser tratada de una manera que no corresponda a esta dignidad, que puede llamarse infinita, tanto por el amor ilimitado que Dios le tiene como por ser una dignidad absolutamente inalienable. Todo individuo humano tiene la dignidad de persona; no es solo algo, sino alguien. En consecuencia, la persona no puede ser tratada como un objeto de uso y, por lo tanto, como un medio.

Se incurre en el mismo gravísimo error de Dignitas infinita: considerar que la dignidad humana natural es infinita, pues, aunque se habla del amor de Dios, también es cierto que lo que es absolutamente inalienable tiene que pertenecer a lo que asimismo es inalienable para todo ser: su naturaleza, mientras que, por contra, lo sobrenatural se puede perder, y la persona condenarse.

La consecuencia de una dignidad humana natural infinita es la disolución de todo el orden sobrenatural, con la negación de su gratuidad por parte de Dios, el cual estaría obligado a conceder el don infinito de la salvación a aquel a quien habría creado con una dignidad infinita y, por ende, con un derecho también infinito.

Ahora bien, por mucho que el hombre sea persona, ha de advertirse que la dignidad, como cualidad moral, no pertenece directamente a la persona, sino a la naturaleza, que es la consideración dinámica de la sustancia, la cual, a su vez, es el sujeto o fundamento directo de todos los accidentes, mientras que la persona es el sujeto o término de las relaciones.

Si se alegara que la relación también es un accidente, se contesta distinguiendo entre la relación predicamental, que es la propiamente accidental, y la trascendental, que no es accidental, sino la que fundamenta el ser mismo de algo; así, por ejemplo, la relación de vecindad es efectivamente una relación accidental, que desaparecería con el simple cambio de domicilio, mientras que la relación de filiación ya es trascendental, por ser intrínseca al mismo ser y, por ende, irrevocable.

El elemento fundamental de toda relación es la persona, también llamada subsistencia o hipóstasis, pues, así como un arco reposa sobre dos pilares, la relación se basa en dos sujetos, que son los términos propiamente relacionados, y que hacen de sujetos inmediatos de la sustancia y mediatos —a través de la sustancia— de los accidentes.

El nivel personal es el más profundo y sirve para explicar, por un lado, el misterio trinitario, en el que hay una sola naturaleza y tres personas, pues las relaciones trinitarias son perfectas por constituir completamente los propios términos: las personas trinitarias, no afectando así —ya que la relativa es la única diferenciación no limitativa— a la sustancia divina, la cual puede mantener entonces la total simplicidad; y también, por otro, el misterio cristológico, en el que hay dos naturalezas y una sola persona: la segunda trinitaria, que es sujeto de dos relaciones constitutivas, aunque a distinto nivel, una divina y otra creada. Pero además puede servir para explicar la salvación como una relación real con Dios, la cual, como toda relación, equipara, poniendo en el mismo nivel los términos relacionados. No se puede dirigir a la naturaleza humana, pues su equivalente —la naturaleza divina— es completamente absoluta, no pudiendo entrar en relación real con nada; sino que únicamente podría dirigirse a la misma persona humana, para conectarla con los ya dichos términos relativos divinos. De este modo, igual que las relaciones trinitarias no afectan a la naturaleza divina, que, como se ha indicado, queda intacta en su simplicidad, tampoco la relación salvífica afectaría ni a la naturaleza divina ni a la humana, que son entre sí inconmensurables por la trascendencia de la primera. Y, además, igual que la única persona del Verbo puede mantener dos relaciones tan dispares como la divina y la creada, así también la persona humana podría mantener dos relaciones: la salvífica y la de la propia naturaleza creada, con lo que se logra explicar lógicamente que la salvación consiga atravesar la barrera de la trascendencia divina, infranqueable a nivel de la naturaleza, para situar a la persona humana realmente ante las personas divinas.

La cuestión ahora sería si de esta persona humana, que tiene por sí misma la posibilidad —también llamada potencia obediencial—, cumplida por la salvación, de entrar en relación real con las divinas, se podría predicar una dignidad infinita, como en este documento se hace, y la contestación debe ser rotundamente negativa; y no solo porque, como se ha dicho, la dignidad se refiere siempre a la naturaleza, y además, como acto, no se puede basar en una mera potencia, sino también porque lo contrario significaría otorgarle a la persona humana por sí misma el derecho a la relación real con Dios, por cuanto toda dignidad genera derechos, y estos exigen —al menos moralmente— su cumplimiento. Lo que para Dios, dada su perfección, sería una exigencia metafísica, y eso, obviamente —y nunca se insistirá suficientemente—, acabaría con la gratuidad de la salvación y conduciría a la anulación del orden sobrenatural e incluso al panteísmo.

¿No se podría predicar entonces ninguna dignidad de la persona humana que, mediante la salvación, alcanza la relación real con Dios? Claro que se podría, solo que esta dignidad, para mantenerse coherentemente en el nivel de la naturaleza —que es el de toda cualidad—, ya no sería la propia de la humana, que siempre debe ser finita, sino de la divina, puesto que, como afirma san Pedro, la salvación nos hace consortes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4), y ese mismo consorcio, basado en la relación salvífica, comunica también la dignidad de la misma naturaleza divina. ¿Mas no supone ello ningún panteísmo? No, porque, aunque algunos hayan querido evitarlo traduciendo inadecuadamente la cita como partícipes de la naturaleza divina —la cual, en realidad, es imparticipable—, la comunicación puramente personal y encima sobrenatural evita toda referencia a la naturaleza creada, que así se sigue manteniendo infinitamente alejada del ámbito divino. Además, aunque se comunica la naturaleza divina, no se comunica lo que a esta la caracteriza principalmente: la necesidad, y eso porque la necesidad exige que los dos términos sean necesarios; lo que, por no cumplirse con la persona salvada —que depende de su aceptación libre—, provoca que todo el proceso sea solo posible. ¿Y cómo puede comunicarse la naturaleza divina y no comunicarse su nota constitutiva, la necesidad? Porque la necesidad es una nota absoluta, por oponerse a la imposibilidad de la nada, que también es absoluta, mientras que la comunicación salvífica es totalmente relativa, por darse entre puros términos —los divinos y el salvado—, de modo que, mientras que los primeros son necesarios, con sus consiguientes relaciones constitutivas para la constitución, a su vez, de la divinidad, el siguiente término no es necesario, por ser libre; lo que, como se ha dicho, hace que también su relación sea libre o meramente posible.

Contra la aplicación de una dignidad infinita natural al hombre ya aporté en una carta anterior bastantes citas magisteriales, pero ahora querría añadir una más:

Dz 2290: Tengan por norma general e inconcusa los que no quieran apartarse de la doctrina genuina y del verdadero magisterio de la Iglesia, que han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma de ella que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas, e invadir erróneamente lo divino, de suerte que pudiera decirse de ellos, como propio, uno solo de los atributos de la sempiterna Divinidad. Y además sostendrán firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a la suprema causa eficiente.

¿Cabe atributo, después de la necesidad, más propio de la divinidad que la infinitud, cuando ya por simple razón sabemos que Dios es el único ser ilimitado, y la negación de toda limitación es precisamente lo que indica la infinitud? Mas precisamente el problema de aplicar la infinitud, de alguna manera, a la naturaleza humana sería la consiguiente necesidad, que obligaría a Dios a conceder la salvación. ¿Cómo no será entonces impío considerar naturalmente infinito, y consiguientemente necesario, un ser que no sea el divino?

123. El otro, que tiene la misma dignidad y, por lo tanto, los mismos derechos.

Si aquí mismo se reconoce que toda dignidad comporta un derecho, ¿tan difícil es entender que una dignidad infinita comporta derechos también infinitos, y que, si se trata de una dignidad natural con sus correspondientes derechos también naturales, entonces todo el orden sobrenatural se vuelve innecesario, por la necesidad inherente al natural, y estrictamente desaparece?

145. Una visión integral de la caridad conyugal no niega su fecundidad, la posibilidad de generar una nueva vida, porque esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también a las exigencias de una fecundidad responsable. La unión sexual, como forma de expresar la caridad conyugal, debe naturalmente permanecer abierta a la comunicación de la vida, aunque esto no signifique que deba ser un objetivo explícito de todo acto sexual. De hecho, pueden darse tres situaciones legítimas: (…)
b) Que una pareja no busca conscientemente un determinado acto sexual como medio de procreación. Wojtyła también afirma esto, sosteniendo que un acto conyugal, que siendo en sí mismo un acto de amor que une a dos personas, no necesariamente puede ser considerado por ellas como un medio consciente y deseado de procreación.

Lo importante moralmente es reconocer la maldad intrínseca de separar intencionalmente la unión sexual de la posibilidad generadora, y eso no se dice explícitamente. También es cierto que, como la apertura a la vida es intrínseca y connatural al auténtico amor esponsal, no se puede hablar estrictamente de un acto esponsal auténtico que carezca de toda conciencia procreativa, ya que el hombre pasa a ver a la mujer como esposa al verla como madre de los propios hijos, y la mujer pasa a ver al hombre como esposo al verlo como padre de los propios hijos. De ahí que la exclusión consciente de esta capacidad atente gravemente contra la autenticidad del amor esponsal.

c) Que la pareja respete los períodos naturales de infertilidad. Siguiendo esta línea de reflexión, como afirma san Pablo VI, la Iglesia enseña que es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inherentes a las funciones generativas para el uso del matrimonio solo en los períodos infértiles. Esto puede servir no solo para regular la natalidad, sino también para elegir los momentos más adecuados para acoger una nueva vida. Mientras tanto, la pareja puede aprovechar estos períodos como manifestación de afecto y para salvaguardar la fidelidad mutua. De este modo, dan prueba de un amor verdadero y completamente honesto.

La verdad es que, cuando ya —según la interpretación hecha por los obispos argentinos de Amoris laetitia— los que mantienen relaciones sexuales dentro de una situación de convivencia irregular pueden llegar a participar en los sacramentos, la intención que los esposos legítimos pongan en esas mismas relaciones, y hasta los medios que utilicen, se vuelven prácticamente irrelevantes, por cuanto la misma noción de pecado grave, que impide la recepción fructuosa de la Eucaristía y también, si no hay propósito de enmienda, de la penitencia, se ha vuelto carente de sentido, como se ve en el hecho de que el que concede lo más también concede lo menos.

Nota: Los artículos publicados como Tribuna expresan exclusivamente la opinión de sus autores y no representan necesariamente la línea editorial de Infovaticana, que ofrece este espacio como foro de reflexión y diálogo.

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