Por Robert Royal
El Papa León ha estado viajando por Turquía y Líbano, haciendo lo que los papas hacen en tales ocasiones: visitar a líderes religiosos y políticos, firmar acuerdos para un diálogo más profundo, pedir paz y respeto por la dignidad humana. Todo ello es bueno, y este papa lo hace con notable dignidad. Pero no es lo esencial. Y sin lo esencial, las demás cosas tienen perspectivas bastante limitadas. Lo esencial —la razón misma del viaje— es la verdad confirmada en el Concilio de Nicea (Iznik, Turquía hoy) en el año 325 d.C.: que Jesús no fue solo un gran hombre, como incluso muchos seculares hoy conceden, sino que es el Hijo eterno de Dios y el Salvador del mundo.
En efecto, aunque León ha hablado vagamente de algunas controversias teológicas como ya no relevantes, también se tomó el tiempo para advertir en Turquía que, entre nuestros tantos problemas posmodernos, “existe otro desafío, que podríamos llamar un ‘nuevo arrianismo’, presente en la cultura actual y a veces incluso entre los creyentes. Esto ocurre cuando Jesús es admirado solo en un plano humano, quizá incluso con respeto religioso, pero sin ser verdaderamente considerado como el Dios vivo y verdadero entre nosotros.” El arrianismo puede parecer una de esas controversias teológicas oscuras que a nadie le importan ya. Pero en Nicea, hace exactamente 1700 años, era un tema candente porque el arrianismo estaba muy extendido. Y lo siguió siendo durante siglos. Y ahora, de nuevo.
Todo esto es bien conocido por quien haya estudiado la historia de la Iglesia primitiva. Pero muchos no se dan cuenta de cuán extendido estuvo realmente el arrianismo. Cuando los vándalos invadieron el norte de África, hacia la muerte de san Agustín (430 d.C.), no llegaron solo como “bárbaros”, sino como “cristianos” arrianos. El Imperio Romano mismo “cayó” en 476 d.C. cuando Odoacro, un “bárbaro” godo, depuso al último emperador occidental. Las causas de la caída de Roma son muy debatidas, pero no fue por una incursión pagana: Odoacro era un oficial formado en el ejército romano, con vínculos con los emperadores romanos de Oriente, y aunque tolerante con los católicos, era arriano.
El arrianismo atraía a los soldados, que veían a Jesús no solo como santo, sino —por su valentía en la tortura y la muerte— como heroico. Es una visión extraña para muchos hoy. Durante siglos, Occidente ha tendido a convertir a Jesús en una figura “amable”, cálida y difusa. Pero quizá aquellos soldados vieron en Él algo de lo que podríamos beneficiarnos, especialmente mientras los cristianos son perseguidos en todo el mundo.
El énfasis de León en Jesús como “el Dios vivo entre nosotros” también está ligado a sus advertencias sobre otra herejía. Como agustiniano, es particularmente sensible al “pelagianismo” contemporáneo, contra el cual el gran obispo de Hipona combatió célebremente aproximadamente un siglo después de Nicea. Pelagio fue un teólogo celta-británico, del que se pensaba que enseñaba —aunque los académicos modernos, por supuesto, discrepan sobre esto— que podemos cumplir los preceptos de la ley sin necesidad de la gracia divina.
He visto a Pelagio descrito en algunas obras populares como bastante razonable. Hay reglas. Somos seres racionales. Podemos seguirlas. Pero eso, por supuesto, ignora nuestra experiencia diaria, por no mencionar a san Pablo: “la ley es buena… pero veo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros.” (Rom 17,16.23) Agustín, el Doctor de la Gracia, arremetió contra el pelagianismo con fuerza, dejando un gran legado que muestra cuán dependientes somos de Dios y no de nuestra propia voluntad.
El Papa León ha recordado también esta corriente principal de la tradición:
el mayor error que podemos cometer como cristianos es, en palabras de san Agustín, “pretender que la gracia de Cristo consiste en su ejemplo y no en el don de su Persona” (Contra Iulianum opus imperfectum, II, 146). Con cuánta frecuencia, incluso en tiempos no tan lejanos, hemos olvidado esta verdad y presentado la vida cristiana sobre todo como un conjunto de reglas que cumplir, sustituyendo la maravillosa experiencia de encontrar a Jesús —Dios que se nos da— por una religión moralista, onerosa y poco atractiva, que en algunos aspectos es imposible de vivir en la vida diaria concreta.
Esta visión agustiniana clásica no debe entenderse como una negación de las normas morales. Más bien, pone la gracia y el amor de Dios en primer lugar, que son las realidades profundas que hacen posible vivir la vida cristiana. El Papa Benedicto lo expresó con fuerza: “Ser cristiano no es el resultado de una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”
Un detalle notable de la peregrinación del Papa León es su decisión de no rezar en la Mezquita Azul de Estambul, algo que tanto Benedicto XVI como el Papa Francisco hicieron. Se descalzó, la visitó “como turista”, pero mantuvo cierta distancia respecto del islam. Y con razón. Junto al neoarrianismo que niega la divinidad de Cristo, y al neopelagianismo que insinúa que podemos salvarnos solos, ha surgido en el mundo moderno —incluso en la Iglesia— un falso universalismo e indiferentismo: “Dios quiere la multiplicidad de religiones”, como dijo el Papa Francisco en un momento desafortunado.
La resistencia de León a esto en la Mezquita Azul es un gesto pequeño, sin duda. Pero merece ser destacado, porque es en esos pequeños detalles —y no en los temas mundanos habituales que interesan a los medios— donde vislumbramos el carácter necesariamente contracultural de la Fe hoy.
En efecto, necesitamos más de eso. Es delicado creer en la importancia radical de la Fe y, al mismo tiempo, hablar en público como si la paz y la fraternidad resultaran del diálogo, en vez de la única fuente verdadera de caridad: Jesucristo. León, como sus predecesores, suele hablar el lenguaje público habitual. Pero sería bueno que, en este momento de la historia, también se volviera aún más abiertamente agustiniano, precisamente sobre la diferencia que Cristo marca incluso en los asuntos públicos.
Acerca del autor:
Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Sus libros más recientes son The Martyrs of the New Millennium: The Global Persecution of Christians in the Twenty-First Century, Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.
