Una reflexión publicada por Silere Non Possum plantea un diagnóstico contundente sobre la situación de muchos monasterios en Occidente. En el trasfondo de la crisis no solo pesa el envejecimiento o la falta de vocaciones, sino un cambio más profundo: el desplazamiento del centro de la vida religiosa desde el Misterio hacia categorías humanas, moldeadas por la cultura contemporánea.
Un desplazamiento silencioso hacia el yo
Durante décadas, numerosas comunidades han emprendido procesos de renovación motivados por buenas intenciones: actualizar la liturgia, dialogar con el mundo moderno, atender las fragilidades internas o buscar nuevas formas de expresión. Sin embargo, sin un discernimiento sólido, estas iniciativas pueden favorecer un cristianismo que gira cada vez más en torno al individuo.
Los ajustes en el lenguaje, en las celebraciones o en las dinámicas internas, aun cuando nacen de motivos pastorales, pueden derivar en una espiritualidad centrada en la propia experiencia. Cuando la oración se convierte en autorrepresentación y la Palabra de Dios en un eco de las propias emociones, la vida monástica pierde precisamente aquello que la define: la verticalidad, la mirada hacia lo eterno.
Cinco décadas de reformas y una consecuencia inesperada
La vida religiosa ha atravesado un largo periodo de transformaciones. Algunas han sido necesarias; otras han desembocado en la pérdida de elementos que sostenían la identidad monástica. A esta tendencia se ha sumado una narrativa que ha calado con fuerza: la conciencia de “precariedad”.
Lo que comenzó como una fase de adaptación ha pasado a convertirse, para ciertos monasterios, en un estado permanente. La sensación de fragilidad termina por bloquear cualquier impulso de renovación. Se aprende a sobrevivir en la incertidumbre, pero no a desplegar de nuevo el carisma.
En este clima, la tranquilidad puede disfrazar una forma sutil de capitulación interior. Cuando la prioridad deja de ser la santidad y pasa a ser la autoconservación, el monacato se vuelve estéril.
Comunidades que dejan de esperar vida nueva
Uno de los fenómenos más preocupantes es el repliegue de algunos monasterios sobre sí mismos. Ya no se viven como lugares de nacimiento para nuevas generaciones, sino como espacios donde proteger la calma de los últimos miembros. Se conserva el ritmo cotidiano, pero se pierde el ardor.
El riesgo es evidente: confundir la estabilidad con la resignación. La vida monástica no consiste en preservar muros, sino en custodiar un fuego. El monasterio existe para afirmar al mundo que Dios es real, no para asegurar un final tranquilo.
La inculturación que debilita la identidad
Se habla con frecuencia de inculturación en clave misionera, aplicada a contextos lejanos. Sin embargo, existe una forma más imperceptible y dañina de inculturación: la adopción de la mentalidad dominante, marcada por el bienestar personal, el relativismo y la ausencia de referencias trascendentes.
Cuando esa lógica penetra en la vida religiosa, termina por moldear las expectativas, los criterios y hasta la oración. Si el entorno no habla de Dios, el monje puede acostumbrarse a no esperar nada de Él. La fidelidad auténtica no consiste en adaptar el carisma al mundo, sino en dejar que el carisma transforme el mundo.
Una crisis que nace de la pérdida de altura
El verdadero conflicto entre la vida consagrada y la modernidad no es moral, sino metafísico. No se trata solo de normas o comportamientos, sino de la desaparición del sentido de santidad, de la grandeza de un Dios que trasciende y transforma.
Sin esta altura espiritual, incluso las reglas más equilibradas se vacían. Surgen formas de relativismo que no niegan los principios, pero los moldean a conveniencia. Y donde no hay altura, no hay vocaciones: nada invita a emprender un camino que parece no conducir a la transformación.
El camino de siempre: recuperar la mirada hacia Dios
A lo largo de la historia, los monjes han comprendido que la vida religiosa no se sostiene con estrategias ni reformas administrativas, sino con la decisión de tomar en serio a Dios. La Regla nunca fue un refugio para almas cómodas, sino una senda que prometía una verdadera conversión.
Cada vez que esta tensión hacia lo alto se debilita, el monacato cae en la rutina. Cada vez que renace, surgen comunidades capaces de atraer y fecundar.
Y, como recuerda Silere Non Possum, no hay escándalo alguno en que monasterios desaparezcan. Lo importante no es conservar los lugares, sino transmitir el fuego del carisma allí donde pueda encender nuevas vidas.
Una misión necesaria en tiempos de incertidumbre
El mundo actual atraviesa una etapa de confusión, inseguridad y búsqueda. Precisamente aquí la vida monástica tiene una tarea decisiva: ser un sursum corda visible, un signo que recuerde al mundo que la esperanza no es teoría, sino experiencia.
El porvenir de los monasterios no dependerá de estrategias de supervivencia, sino de un retorno al origen: hombres y mujeres que se olvidan de sí mismos para levantar la mirada hacia Dios, y que desde esa altura ofrecen al mundo un testimonio que no puede ser reemplazado por ninguna estructura ni programa.
