Durante la Misa por el Jubileo de los Coros y de las Corales, celebrada hoy en la Plaza de San Pedro con motivo de la solemnidad de Cristo Rey, el Papa León XIV dirigió una extensa homilía dedicada a la misión espiritual, pastoral y comunitaria de la música sagrada. El Pontífice subrayó que el canto litúrgico no es un elemento accesorio, sino una expresión del amor de Dios y una herramienta para la unidad de la Iglesia. Invitó a los coristas a vivir su servicio con humildad, disciplina interior y profunda vida espiritual, evitando el exhibicionismo y promoviendo la participación de todo el Pueblo de Dios.
Dejamos a continuación la homilía completa de León XIV:
Queridos hermanos y hermanas:
En el salmo responsorial hemos cantado: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor” (cf. Sal 122). La liturgia de hoy nos invita, por tanto, a caminar juntos —en la alabanza y la alegría— al encuentro de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, soberano manso y humilde, Aquel que es el principio y el fin de todas las cosas. Su poder es el amor, su trono es la cruz y, por medio de la cruz, su reino se irradia en el mundo. “Dios reina desde el madero” (cf. Himno Vexilla Regis) como Príncipe de la paz y Rey de la justicia que, en su Pasión, revela al mundo la inmensa misericordia del corazón de Dios. Este amor es también la inspiración y el motivo de sus cantos.
Queridos coristas y músicos, hoy celebran su jubileo y agradecen al Señor por haberles concedido el don y la gracia de servirlo ofreciéndole sus voces y sus talentos para su gloria y para la edificación espiritual de los hermanos (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120). Su tarea es la de involucrarlos en la alabanza a Dios y de hacerlos participar mejor de la acción litúrgica por medio del canto. Hoy expresan precisamente su iubílum, su regocijo, que nace del corazón inundado de la alegría de la gracia.
Las grandes civilizaciones nos han regalado la música para que podamos manifestar lo que llevamos en lo profundo de nuestro corazón y que no siempre pueden expresar las palabras. Todos los sentimientos y las emociones que nacen en nuestro interior y de una relación viva con la realidad pueden encontrar voz en la música. El canto, de manera particular, representa una expresión natural y completa del ser humano; en él la mente, los sentimientos, el cuerpo y el alma se unen para comunicar las cosas grandes de la vida. Como nos recuerda san Agustín: «Cantare amantis est» (Sermón 336, 1), es decir, «cantar es propio de quien ama». Quien canta expresa el amor, pero también el dolor, la ternura y el deseo que alberga en su corazón y, al mismo tiempo, «ama a aquel a quien canta» (Comentarios a los Salmos, 72, 1).
Para el Pueblo de Dios el canto expresa la invocación y la alabanza, es el “cántico nuevo” que Cristo resucitado eleva al Padre, haciendo partícipe de ello a todos los bautizados, como un único coro animado por la vida nueva del Espíritu. En Cristo somos cantores y, al mismo tiempo, somos el canto; y nuestro canto, fruto de la gracia, llega al cielo en la inmensa sinfonía de los santos, confiados en que Él acoge nuestro humilde servicio y que hace de él una ofrenda agradable.
San Agustín nos exhorta, además, a caminar cantando, como viajeros fatigados que encuentran en el canto un presagio de la alegría que experimentarán al llegar a su meta. «Canta, pero camina […], avanza en el bien» (Sermón 256, 3). Por tanto, formar parte de un coro significa avanzar juntos tomando de la mano a los hermanos, ayudándoles a caminar con nosotros y cantando junto a ellos la alabanza de Dios, consolándolos en los sufrimientos, exhortándolos cuando parece que les vence el cansancio, infundiéndoles entusiasmo cuando parece que predomina la fatiga. Cantar nos recuerda que somos Iglesia en camino, una auténtica realidad sinodal, capaz de compartir la vocación a la alabanza y a la alegría con todos, en una peregrinación de amor y de esperanza.
También san Ignacio de Antioquía usa palabras conmovedoras relacionando el canto del coro con la unidad de la Iglesia: «En vuestro sinfónico y armonioso amor es Jesucristo quien canta. Que cada uno de vosotros también se convierta en coro, a fin de que, en la armonía de vuestra concordia, toméis el tono de Dios en la unidad, cantéis a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que os escuche y os reconozca por vuestras buenas obras» (A los Efesios, IV). En efecto, las diferentes voces del coro se armonizan entre ellas dando vida a una única alabanza, símbolo luminoso de la Iglesia, que une a todos en el amor, en una única y suave melodía.
Ustedes pertenecen a coros que desarrollan su actividad sobre todo en el servicio litúrgico. Su ministerio exige preparación, fidelidad, entendimiento mutuo y, sobre todo, una vida espiritual profunda, de modo que, si ustedes rezan cantando, ayuden a todos a rezar. Es un ministerio que requiere disciplina y espíritu de servicio, especialmente cuando es necesario preparar una liturgia solemne o algún acontecimiento importante para sus comunidades. El coro es una pequeña familia de personas diferentes unidas por el amor a la música y por el servicio que ofrecen. Pero recuerden que su gran familia es la comunidad; no están por delante, sino que forman parte de ella, con el compromiso de hacerla más unida, inspirándola y haciéndola partícipe. Como en todas las familias, pueden surgir tensiones o pequeñas incomprensiones, cosas normales cuando se trabaja juntos y se hace un esfuerzo por alcanzar un resultado. Podemos decir que el coro es un signo de la unidad de la Iglesia que, orientada hacia su meta, camina en la historia alabando a Dios. Aunque el camino en ocasiones esté lleno de dificultades y de pruebas, y los momentos de alegría se alternen con otros de mayor fatiga, el canto hace más ligero el paso y anima a seguir adelante.
Comprométanse, por tanto, a transformar cada vez más sus coros en un prodigio de armonía y belleza; sean el alma más luminosa de la Iglesia que alaba a su Señor. Estudien atentamente el Magisterio, que indica en los documentos litúrgicos las mejores normas para desarrollar al máximo su servicio. Sobre todo, sean capaces de hacer siempre partícipe al pueblo de Dios, sin ceder a la tentación del exhibicionismo, que excluye la participación activa de toda la asamblea litúrgica en el canto. Sean, en esto, signo elocuente de la oración de la Iglesia, que expresa su amor a Dios por medio de la belleza de la música. Vigilen, para que su vida espiritual esté siempre a la altura del servicio que realizan, de modo que esto pueda expresar auténtamente la gracia de la liturgia.
Los encomiendo a todos a la protección de santa Cecilia, la virgen y mártir que, aquí en Roma, ha elevado con su vida el canto de amor más hermoso, entregándose totalmente a Cristo y ofreciendo a la Iglesia su luminoso testimonio de fe y amor. Prosigamos cantando y hagamos nuestra, una vez más, la invitación del salmo responsorial de la liturgia de hoy: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”.
