En la Audiencia General de hoy, miércoles 19 de noviembre, celebrada en la Plaza de San Pedro, el papa León XIV continuó el ciclo de catequesis del Jubileo 2025, dedicado a la esperanza cristiana. En esta ocasión, el Pontífice centró su reflexión en la relación entre la Resurrección de Cristo y los desafíos contemporáneos, deteniéndose especialmente en lo que definió como una “espiritualidad pascual y la ecología integral”.
En un discurso sobre el fundamento de conversión ecologica —la misma que venimos escuchando desde Laudato si’— el Papa partió del encuentro de María Magdalena con Cristo resucitado para subrayar que la misión del cristiano —“cultivar y custodiar el jardín”— no es secundaria, sino una tarea que brota directamente del misterio pascual. En esta línea, retomó la enseñanza de Francisco para recordar que, sin una mirada contemplativa, el ser humano puede convertirse en “devastador” de la creación.
El mensaje propone una conversión ecológica inseparable de la conversión del corazón, y afirma que de la Pascua brota una misión capaz de activar solidaridad, reparar vínculos y redescubrir la armonía original entre Dios, el ser humano y la creación.
Dejamos a continuación el mensaje completo de León XIV:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Estamos reflexionando, en este Año jubilar dedicado a la esperanza, sobre la relación entre la Resurrección de Cristo y los desafíos del mundo actual, es decir, nuestros desafíos. A veces también a nosotros Jesús, el Viviente, quiere preguntarnos: «¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?». Los desafíos, en efecto, no pueden afrontarse solos, y las lágrimas son un don de vida cuando purifican nuestros ojos y liberan nuestra mirada.
El evangelista Juan llama nuestra atención sobre un detalle que no encontramos en los otros Evangelios: llorando junto al sepulcro vacío, Magdalena no reconoció de inmediato a Jesús resucitado, sino que pensó que era el encargado del jardín. En efecto, ya al narrar la sepultura de Jesús, al atardecer del Viernes Santo, el texto era muy preciso: «En el lugar donde había sido crucificado había un jardín, y en el jardín un sepulcro nuevo, en el que todavía no había sido puesto nadie. Allí, pues, como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús» (Jn 19,40-41).
Termina así, en la paz del sábado y en la belleza de un jardín, la dramática lucha entre tinieblas y luz desencadenada con la traición, el arresto, el abandono, la condena, la humillación y la muerte del Hijo, que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Cultivar y custodiar el jardín es la tarea original (cf. Gn 2,15) que Jesús ha llevado a cumplimiento. Su última palabra en la cruz –«Está cumplido» (Jn 19,30)– invita a cada uno a reencontrar esa misma tarea, su tarea. Por eso, «inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (v. 30).
Queridos hermanos y hermanas, María Magdalena, entonces, no se equivocó del todo al creer que encontraba al encargado del jardín. En efecto, debía volver a escuchar su propio nombre y comprender su propio cometido del Hombre nuevo, aquel que en otro texto joánico dice: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). El papa Francisco, con la Encíclica Laudato si’, nos ha señalado la necesidad extrema de una mirada contemplativa: si no es custodio del jardín, el ser humano se convierte en su devastador. La esperanza cristiana, por tanto, responde a los desafíos a los que hoy está expuesta toda la humanidad permaneciendo en el jardín donde el Crucificado fue depositado como una semilla, para resucitar y dar mucho fruto.
El Paraíso no está perdido, sino reencontrado. La muerte y la resurrección de Jesús, así, son fundamento de una espiritualidad de la ecología integral, fuera de la cual las palabras de la fe quedan sin incidencia en la realidad y las palabras de las ciencias permanecen fuera del corazón. «La cultura ecológica no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales a los problemas que se presentan respecto al deterioro ambiental, al agotamiento de los recursos naturales y a la contaminación. Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que den forma a una resistencia» (Laudato si’, 111).
Por eso hablamos de una conversión ecológica, que los cristianos no pueden separar de ese cambio de rumbo que seguir a Jesús les exige. Es signo de ello el voltearse de María en aquella mañana de Pascua: solo de conversión en conversión pasamos de este valle de lágrimas a la Jerusalén nueva. Ese paso, que comienza en el corazón y es espiritual, modifica la historia, nos compromete públicamente, activa solidaridades que desde ahora protegen a personas y criaturas de las ansias de los lobos, en nombre y en la fuerza del Cordero Pastor.
Así, los hijos e hijas de la Iglesia pueden hoy encontrar a millones de jóvenes y otros hombres y mujeres de buena voluntad que han escuchado el grito de los pobres y de la tierra, dejando que les toque el corazón. Son también muchas las personas que desean, mediante una relación más directa con la creación, una nueva armonía que las lleve más allá de tantas heridas. Por otra parte, aún «los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día comunica su mensaje al otro día, una noche se lo transmite a la otra noche. Sin lenguaje, sin palabras, sin que se escuche su voz, por toda la tierra se difunde su mensaje y hasta los confines del mundo su palabra» (Sal 18,1-4).
El Espíritu nos conceda la capacidad de escuchar la voz de quien no tiene voz. Veremos entonces lo que los ojos aún no ven: ese jardín, o Paraíso, al que solo nos dirigimos acogiendo y llevando a cumplimiento cada uno nuestra propia tarea.
