Catequesis – Jubileo 2025. Jesucristo nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 7. La muerte. «Un sepulcro nuevo, en el cual nadie había sido puesto todavía» (Jn 19,40-41)
Queridos hermanos y hermanas,
En nuestro camino de catequesis sobre Jesús, nuestra esperanza, hoy contemplamos el misterio del Sábado Santo. El Hijo de Dios yace en el sepulcro. Pero esta “ausencia” no es un vacío: es espera, plenitud contenida, promesa guardada en la oscuridad. Es el día del gran silencio, cuando el cielo parece mudo y la tierra inmóvil, pero precisamente allí se cumple el misterio más profundo de la fe cristiana. Es un silencio lleno de sentido, como el seno de una madre que custodia al hijo no nacido, pero ya vivo.
El cuerpo de Jesús, bajado de la cruz, es envuelto con cuidado, como se hace con lo más precioso. El evangelista Juan nos dice que fue sepultado en un jardín, dentro de «un sepulcro nuevo, en el cual nadie había sido puesto todavía» (Jn 19,41). Nada queda al azar. Ese jardín recuerda al Edén perdido, el lugar donde Dios y el hombre estaban unidos. Y ese sepulcro nunca usado habla de algo que está por suceder: es un umbral, no un final. Al inicio de la creación Dios plantó un jardín, ahora la nueva creación comienza también en un jardín: con una tumba cerrada que, pronto, se abrirá.
El Sábado Santo es también día de descanso. Según la Ley judía, en el séptimo día no se trabaja: después de seis días de creación, Dios descansó (cf. Gn 2,2). Ahora también el Hijo, después de haber completado su obra de salvación, descansa. No porque esté cansado, sino porque ha terminado su labor. No porque se haya rendido, sino porque amó hasta el extremo. Nada queda por añadir. Este descanso es el sello de la obra cumplida, la confirmación de que lo que debía hacerse, se ha hecho. Es un descanso lleno de la presencia oculta del Señor.
A nosotros nos cuesta detenernos y descansar. Vivimos como si la vida nunca fuera suficiente. Corremos para producir, para demostrar, para no quedarnos atrás. Pero el Evangelio nos enseña que saber detenernos es un gesto de confianza que debemos aprender. El Sábado Santo nos invita a descubrir que la vida no depende solo de lo que hacemos, sino también de cómo sabemos despedirnos de lo que hemos podido hacer.
En el sepulcro, Jesús, la Palabra viva del Padre, calla. Pero es en ese silencio donde comienza a fermentar la vida nueva. Como la semilla en la tierra, como la oscuridad antes del amanecer. Dios no teme al tiempo que pasa, porque es Señor también de la espera. Así, también nuestro tiempo “inútil”, el de las pausas, los vacíos, los momentos estériles, puede convertirse en seno de resurrección. Todo silencio acogido puede ser preludio de una Palabra nueva. Todo tiempo suspendido puede convertirse en tiempo de gracia, si lo ofrecemos a Dios.
Jesús, sepultado en la tierra, es el rostro manso de un Dios que no ocupa todo el espacio. Es el Dios que deja hacer, que espera, que se retira para darnos libertad. Es el Dios que confía, incluso cuando todo parece perdido. Y nosotros, en ese sábado suspendido, aprendemos a no tener prisa por resucitar: antes hay que permanecer, acoger el silencio, dejarnos abrazar por el límite. A menudo buscamos respuestas rápidas, soluciones inmediatas. Pero Dios trabaja en lo profundo, en el tiempo lento de la confianza. El sábado de la sepultura se convierte así en el seno del que brota la fuerza de una luz invencible: la de la Pascua.
Queridos amigos, la esperanza cristiana no nace en el ruido, sino en el silencio de una espera habitada por el amor. No es hija de la euforia, sino del abandono confiado. Nos lo enseña la Virgen María: ella encarna esta espera, esta confianza, esta esperanza. Cuando parece que todo está detenido, que la vida es un camino interrumpido, recordemos el Sábado Santo. También en el sepulcro, Dios está preparando la sorpresa más grande. Y si sabemos acoger con gratitud lo que ha sido, descubriremos que, precisamente en lo pequeño y en lo silencioso, Dios ama transfigurar la realidad, haciendo nuevas todas las cosas con la fidelidad de su amor. La verdadera alegría nace de la espera habitada, de la fe paciente, de la esperanza de que todo lo vivido en el amor resucitará ciertamente a la vida eterna.
