(Fragmento del libro Últimas noticias del hombre de Fabrice Hadjadj)
Ya no se lee apenas a Horacio, pero se repite hasta la saciedad un fragmento del último verso de su undécima oda: Carpe diem —“Coge el día”, consigna que se suelta y se desarrolla en miles de obras de “espiritualidad y bienestar”, en las que la finura poética ha sido reemplazada por los principios mucho más sólidos del marketing operacional. Así, nos encontramos con El poder del momento presente, de Eckhart Tolle (número 1 en ventas en la categoría “obras de referencia” en Amazon), La serenidad del instante, de Thich Nhat Hanh, El proceso de la presencia, de Michael Brown o, incluso, El libro de Hygge, método danés —los daneses son, según la cubierta trasera, “el pueblo más feliz del mundo” (se ve que ya no hay nada que huela a podrido en el reino de Dinamarca). Uno se pregunta cómo unos autores tan satisfechos con el instante presente han podido pensar en lectores futuros. Sin duda, aspiraban al best-seller solo por espíritu de sacrificio.
En su oda, antes de hablar del día que hay que coger, Horacio habla de los dioses y pone en guardia contra la astrología, que representa a cualquier técnica que pretendiera lograr algún control sobre el tiempo: “No busques —es un sacrilegio saberlo— cuál es el fin que los dioses han dispuesto para mí, y no utilices para ello los cálculos babilónicos. ¡Más vale sufrir todo lo que pueda ocurrir!” Coger el día es, antes que nada, ir más allá del espíritu de cálculo y de planificación, aun cuando esa planificación no fuera más allá del minuto siguiente; porque nos podemos centrar en el momento presente con el solo fin de emanciparnos del pasado y del porvenir —olvidar la irreversibilidad del primero, descuidar la imprevisibilidad del segundo y conservar el self-control. Luego, según Horacio, el Carpe diem se basa en cierta relación con la providencia divina: se trata de no ser sacrílego con ella, hasta el extremo de preferir sufrir lo que esa providencia haya dispuesto antes que gozar o lamentarse de lo que indebidamente se hubiera conocido por anticipado. Esa relación se hace explícita en una expresión de la oda octava, que reequilibra nuestra famosa fórmula horaciana: Permitte divis cetera, “Remite lo demás a los dioses”. Por consiguiente, coger el día no es reducirse al momento presente: supone una promesa y una esperanza, el recuerdo de que en el pasado los dioses fueron favorables y el sentido de que en el porvenir los males que permitan serán pruebas para nosotros.
Muy al contrario, la muy posmoderna espiritualidad del instante se compadece perfectamente con los “cálculos babilónicos” evocados por el poeta. Solo que estos han evolucionado desde entonces. Son los algoritmos de Google, los protocolos de la 5G, etc. Ahí tienes 145 000 000 de resultados en 0,54 segundos. Ahí tienes todo presente inmediatamente, a la más mínima orden de voz, según una unidad de medida que trasciende nuestra imaginación (los relojes atómicos consiguen subdividir el instante hasta la millonésima de segundo). Estamos en la hora de la instantaneidad. Las nuevas tecnologías perfeccionan nuestra impaciencia. Tenemos todas las razones para entregarnos a una push-buttom spirituality.
Por una parte, la telaraña mundial en la que hemos caído es tan compleja, depende de cálculos tan inhumanos, presagia tales catástrofes, que nos sentimos sobrepasados en nuestra responsabilidad al respecto: una impotencia así ante el Titán nos incita a dejar de considerar el porvenir y a refugiarnos en un presente sin presencia en el mundo concreto, sin legado ni tarea histórica o social (los vendedores de Carpe diem no cesan de hablar de “estado de resonancia armoniosa con el mundo”, mientras que, en las minas del Congo, hay esclavos negros reventados de extraer los minerales que sirven para que funcionen nuestros dispositivos convivales). Por otra parte, la impulsividad agresiva del sistema nos lleva a reaccionar, a invertir las tendencias, pero sin invertir la máquina que las produce: permanecemos en la impulsividad, pero en una impulsividad pacífica, la de una paz interior que creemos que se nos daría inmediatamente —porque es preferible, con mucho, el atajo del clic al camino de la cruz.
No obstante, nos equivocaríamos acusando a los pobres adeptos al Consumers Electronic Show. Este movimiento viene de mucho más atrás. Me temo que el mismo Horacio no lo tenía muy claro. Incluso algunos sabios cristianos han interpretado el mandamiento evangélico de no preocuparse del mañana (Mt 6, 34) como una llamada de Cristo a vivir de instante en instante con la profundidad de un pez rojo en su pecera (cuando leen: “A cada día le basta su propio mal”, ellos oyen: “A cada día le basta su propio bienestar”). A decir verdad, la religión de la instantaneidad es el resultado de toda una historia de la metafísica donde se afirma la primacía del presente. Según esa metafísica, el ser que es en plenitud es el ser actual, enteramente dado, sin reserva alguna, sin ninguna potencialidad, y percibe el porvenir como la señal de una insuficiencia y la necesidad de un complemento. Pero, ¿no afirma Tomás de Aquino el ser sobre todo como acto? Ciertamente, pero aparca en sentido contrario: el acto, para él, no es la simple actualidad. Es potencia activa, bondad, fecundidad y, por tanto, está cargado de porvenir. Así ocurre, de forma excelente, en la presencia sustancial de Cristo en la Eucaristía: lleva consigo todo un impulso de misión y de visión futura.
La verdadera presencia es atención, y la atención obra siempre un horizonte de espera y de trabajo. Estar atento a algo o a alguien es velar por él y acompañar su crecimiento y luego su fructificación. Pero también, y recíprocamente, cuando el otro está ahí, cerca de mí, cuando aparece como lo que es, a saber, mi prójimo, su misma presencia escapa al presente, porque incita a la aventura del encuentro, de la justicia y del amor. Lévinas dixit: “La relación con el otro es la ausencia del otro; no ausencia pura y simple, no ausencia de pura nada, sino ausencia dentro de un horizonte de porvenir”.
La espiritualidad del instante está hecha a medida para la era tecnológica. Sus sujetos no tienen padres a quienes heredar, no tienen hijos a quienes transmitir, no tienen mujer a quien serle fiel (sería demasiado porvenir o demasiado pasado), y descargan así la preocupación de asegurar su subsistencia en la gran maquinaria social.