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Los frutos de la disciplina indulgente

Pope St. Pius X
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Pope St. Pius X

Por el padre Mark A. Pilon

Cuando estaba en el seminario a comienzos de la década de 1960, fuimos adoctrinados en la idea de que la disciplina severa de la Iglesia durante siglos se convertiría en algo del pasado luego del Vaticano II. Supuestamente, nada de este rigor había funcionado en realidad para salvaguardar la enseñanza de la institución, por lo tanto, se necesitaba un enfoque más indulgente.

Medio siglo después, los resultados llegaron y es indiscutible que este encuadre no sirvió. Además del éxodo de los sacerdotes, monjas y religiosos, entre los laicos comunes tuvo lugar una pérdida masiva de conocimiento acerca de lo que la Iglesia enseña. No sorprende, dado que hubo poco esfuerzo por dejar en claro sus enseñanzas al huir de las malas épocas del pasado con «disciplina severa».

El mal ejemplo que más se citaba en aquel entonces fue el intento del papa san Pío X por erradicar el modernismo al despedir a los profesores disidentes y entonces, en 1910, instituir el Juramento antimodernista «para ser jurado por todos los religiosos, clérigos, confesores, predicadores, superiores religiosos y profesores en seminarios filosófico-teológicos». Este juramento comenzaba adoptando y aceptando «todas y cada una de las definiciones que se han presentado y declarado por la autoridad infalible de la Iglesia en materia de enseñanza, en especial aquellas verdades principales que se oponen de manera directa a los errores de la época presente».

Entonces, esas faltas fueron brevemente explicadas y seguidas de este acatamiento: «Me someto y adhiero con todo mi corazón a las condenas, declaraciones y todos los preceptos que se encuentran en la encíclica Pascendi y en el decreto Lamentabili, en especial aquellos acerca de lo que se conoce como la historia de los dogmas».

En ese momento los críticos «iluminados» de este juramento eran muchos y prominentes durante el Concilio Vaticano II, y ganaron solo dos años luego de que se cerró. En 1967, la CDF (la Congregación para la Doctrina de la Fe) a cargo de Pablo VI emitió una Profesión de Fe mucho más corta como «sustituto de la fórmula tridentina y el juramento contra el modernismo». Es una breve reafirmación del credo con un tono de cierre: «También acepto firmemente y conservo cada verdad con respecto de la doctrina de la fe y la moral, sea solemnemente definida por la Iglesia o afirmada y declarada con el Magisterio ordinario, así como aquellas doctrinas propuestas por el mismo Magisterio».

Hasta allí bien, pero no menciona errores específicos, aun cuando contradigan el «Magisterio ordinario» de la Iglesia. En ese momento, ellos pueden haberse vuelto tan numerosos que fue necesario abreviar el juramento o profesión.

Sin embargo, no estoy seguro de que esa sea la única razón. El cambio también refleja un deseo de parte de elementos poderosos en el Concilio para presentar al mundo una cara nueva y más blanda de la Iglesia.

Pío X era demasiado inteligente para pensar que un juramento iba a limpiar la Iglesia de disidentes herejes. No obstante, estableció indicadores para obispos que estaban obligados a la disciplina por su propio cargo y desplazó no solo a los que rehusaron prestarlo sino a quienes apoyaban las doctrinas herejes.

El Vaticano II había ratificado la autoridad y responsabilidad individual de los obispos como verdaderos sucesores de los apóstoles. Por lo tanto, se podría argumentar, si los prelados cumplieran su importante obligación de proteger la fe, tal juramento —o al menos uno no tan detallado— no sería necesario.

Por desgracia, después del Concilio la disciplina colapsó en gran parte, al menos en lo que respecta a defender la fe. Observe el abierto y masivo disenso de Humanae Vitae; es, con certeza, un ejercicio del Magisterio ordinario del papa, pero también una reafirmación formal de una enseñanza constante del Magisterio ordinario y universal, que tanto el Vaticano I y el Vaticano II lo definieron como infalible.

Sin embargo, es difícil pensar en que alguien entre «el clero, los párrocos, los confesores, los predicadores, superiores religiosos y profesores en seminarios filosófico-teológicos» haya sido visiblemente disciplinado por su obispo por discrepar con esta enseñanza. De hecho, tomó veinticinco años sacarle el cargo a uno de los cabecillas del disenso, Charles Curran, de la Universidad Pontificia (Universidad Católica de América). Muchos otros continuaron en instituciones católicas hasta que se jubilaron.

San Juan Pablo II y Benedicto XVI intentaron cambiar las cosas, pero con éxito modesto.

Parte del problema era que muchos obispos eran, ellos mismos, disidentes, aunque en secreto por miedo a las repercusiones. Yo tenía cierto respeto por la honestidad, al menos, de uno o dos de ellos que se opusieron a Humanae Vitae con franqueza. No obstante, uno tendría que ser muy inocente para pensar que había solo uno o dos. Eso se volvió mucho más claro en años recientes.

Indefectiblemente, la iglesia indulgente se convirtió en aún más indulgente cuando se trataba del creciente problema del laicado y los políticos católicos que en público apoyaban delitos en contra de la humanidad como el aborto. ¿Cómo podrían disciplinarlos los obispos cuando no lograron hacerlo ni siquiera con su propio clero y profesores en universidades católicas?

El doble estándar hubiera sido obvio. Así tenemos un liderazgo de la Iglesia que habla sin cesar, pero no hace casi nada para proteger la fe de los pequeños que siempre fueron el objeto del amor especial de nuestro Señor, y de los grandes papas de la historia. A menudo, esta suave disciplina se justifica en cuanto a caridad, pero, ¿y la caridad hacia los pequeños que son fácilmente —y seriamente—engañados?

Los católicos comunes saben bien que las palabras no significan nada a menos que estén respaldadas por acciones, y que ninguna institución exitosa podría operar en el modo en que la Iglesia católica ejerce la disciplina. Si una persona en autoridad contradice la misión o cuestiona los principios que la guían, en breve se quedará afuera.

Cuando los obispos no logran disciplinar a los que están en puestos de mucha responsabilidad, la persona corriente ya no tomará sus palabras en serio. Quizás es por eso que tantos católicos comunes se pasaron al bando del mundo secular en el aborto, el divorcio, el «matrimonio» homosexual, y demás.

Aunque la víctima final de la incapacidad de mantener la disciplina es la verdad. Si no se está dispuesto a defenderla, la verdad misma se convierte en una cuestión de opinión. Allí es, lamentablemente, donde nos encontramos hoy.

Acerca del autor:

El padre Mark A. Pilon, sacerdote de la Diócesis de Arlington, Virginia, recibió un doctorado en Teología Sagrada de la Universidad Santa Croce en Roma. Es excoordinador de Teología Sistémica en el Seminario Mount St. Mary, exeditor colaborador de la revista Triumph, y exprofesor y catedrático visitante en Notre Dame Graduate School of Christendom College. Escribe con regularidad en littlemoretracts.wordpress.com.

Comentarios
1 comentarios en “Los frutos de la disciplina indulgente
  1. El escándalo de los pequeños, ahí está la cuestión grave. Ya se nos avisa que al que tenga más conocimiento y responsabilidad se le darán más azotes, pero eso no librará al pequeño de ellos, aunque sean menos.

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