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Caminar el día de la toma de posesión

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The Coronation of Napoleon by Jacques-Louis David, 1808 [Louvre, Paris]
The Coronation of Napoleon by Jacques-Louis David, 1808 [Louvre, Paris]

Por David Warren

¿Una persona podría, con sinceridad, creer cosas evidentemente contradictorias?

La respuesta es no, y no aceptaré salvedades. Para mí, la fe y la razón son una, y la única manera de hacer «subjetiva» esta premisa es traicionar tanto «la lógica» como «la conciencia».

Uno podría intentar «redefinir» los términos —a menudo se intenta— pero no se puede volver a definir estas palabras con honestidad o consistencia. Cada una representa algo que es real; que es verdadero, absoluto, inalterable, inviolable de forma manifiesta. La verdad es la verdad.

La justicia, también, es real; «descubierta» y no «creada» por los hombres. La misericordia no se puede contraponer a la justicia.

No se deduce que interpretemos estas cosas a la perfección, en el embrollo de la vida ante nosotros; pero tampoco significa que estén más allá nuestro. Podemos razonar lo que la posición justa debe ser, si somos castos y por lo tanto descuidamos nuestros intereses propios imaginarios.

Observe que aquí escribo acerca de lo que es justo, no de lo que es «equitativo». Cristo en sus parábolas utilizó a «la equidad» al pasar. Se la utiliza para realizar prestidigitaciones: para inmiscuirse en lo que es justo según las arbitrarias elaboraciones humanas. Es un término de poder: lo que es equitativo para un hombre no es necesariamente equitativo para otro.

La equidad es algo impuesto por el poder. En una democracia se la considera legítima si se impone a través del voto, entonces la mayoría impone a la minoría lo que consideran «correcto». La minoría a su vez solo puede apelar a la justicia, la cual podría o no estar representada por algún tribunal.

Para complicar más el tema, los tribunales apoyaron en su mayoría la idea de una justicia que «evoluciona». Aunque, lo que consigue «evolucionar» no puede ser justicia.

Es irrelevante que sea posible corromper a un juez con dinero o favores, cuando su mente está más fundamentalmente corrompida por las nociones ideológicas que nadan en nuestras miserias intelectuales. Considera a la ley como un medio hacia algún fin conveniente: conveniente para él y sus amigos.

En este día de toma de posesión en los Estados Unidos —lo miro desde la seguridad ilusoria de Canadá— estos temas deberían salir a la luz. Sin embargo, la imaginación contemporánea está tan distorsionada que, la mayoría, estamos pensando más que nada en la ventaja política. Es un «nosotros contra ellos», que no se resuelve de manera satisfactoria en un acto de pompa pública.

Cerca de la mitad de Estados Unidos está conforme y la otra disconforme, por lo que se ve. Esto, como seguro casi cualquier estudioso podría explicar, es el resultado inevitable de un orden político en el cual finalmente las cuestiones de fe y razón se deciden por medio del voto.

En épocas pasadas predemocráticas, el esplendor de una coronación era de índole diferente. Por muchos siglos más de los que hubo voto público, teníamos acuerdo de principio que un rey u otro gobernante era providencial. Quienquiera que fuera, estaba por encima del partido, porque era responsable frente a Dios. Su trabajo no era cambiar, sino preservar un orden universal.

Tan bien se implantó el «ideal democrático» que el deber de obediencia a la «autoridad legítima» se volvió controversial. Si no nos gusta la autoridad, podemos reemplazarla. Si no lo podemos hacer de forma inmediata, podemos organizar una revuelta.

Aunque, también, hay un hecho de la vida que no cambió: ese poder terrenal es algo para sobrellevar. Como dijo Mao, «surge del cañón de un arma», y en principio, hoy en día casi nadie discrepa con él. No importa si es por medio del voto o de alguna otra manera que uno consiga el arma. Una vez que se la tiene, se la tiene.

Los cristianos realistas nunca hicieron de cuenta que lamentablemente no era así. Sin embargo, contra este difícil hecho de la vida, se opusieron a las verdades de la fe y la razón. El orden moral es inalterable, debe ser viso así y reafirmado por igual en gobernadores como en gobernados, por el espíritu de la religión. Esto se opuso, por toda la cristiandad, al poder político arbitrario.

Mantener la posición de Dios de manera firme es el derecho y obligación de la Iglesia Católica. Fue creada para ese propósito, en la causa de nuestra salvación, «para que los hombres conozcan la verdad». La política podría ser dominada por un orden moral, teológico y estético, fundado en las verdades eternas. Se podría conocer lo correcto y lo equivocado lo suficientemente bien para evitar el debate destructivo.

Por decirlo, sin duda me pueden acusar de imperialismo cultural. La Iglesia Católica y el occidente que ella creó estaban comprometidos desde el comienzo a esa «ley de no contradicción» que los diferencia de otras tradiciones culturales. En el Islam, Alá puede cambiar de opinión; en las religiones del lejano oriente, es posible relajarse frente a «la mera apariencia».

En la religión que mezcla las tradiciones griega y hebrea, transformadas por la manifestación de Cristo, no hay dichos escapes. Podemos estar equivocados, podemos descubrir que lo estuvimos en algún punto de desacuerdo, pero solo con prueba y evidencia. La verdad no era políticamente negociable, como entre los paganos.

Lo que me angustia más ahora —muy lejos del Potomac, en el Tíber— no es la enseñanza sacrílega, per se; eso se puede corregir rápido. Es más bien la capitulación de la Iglesia misma a la política: el dar al César lo que no es del César.

Todos aquellos que se sientan «en paz con Dios» son invitados a recibir la comunión. Sin importar el asunto: el principio de «si se siente bien, hágalo» está deslizándose en toda la enseñanza de la Iglesia, desde la cima; en tanto que la lógica y la conciencia se están escabullendo. A dichas cuestiones ineludibles como las que surgieron en la «dubia» se las evita de manera intencional.

No solo los católicos, sino tantos otros que se oponen a nuestro enemigo universal —el nihilismo moral y la irracionalidad— son traicionados cuando la Iglesia abandona el frente. Una vez que ella admitió que la verdad misma puede fluctuar, nos encontramos caminando en un lugar que propicia las caídas, donde cualquier cosa puede significar lo que sea.

Acerca del autor:

David Warren es un antiguo editor de la revista Idler y columnista del Ottawa Citizen. Posee vasta experiencia en el Cercano y Lejano Oriente. Su blog, Essays in Idleness, actualmente se encuentra en: davidwarrenonline.com

Comentarios
1 comentarios en “Caminar el día de la toma de posesión
  1. Pues digáselo a los de Vademecum ¿Vademecum para no perderse en la Amoris, si es la Amoris la que se ha perdido ? No se preocupen estos autores que Jorge mario ya los ha desautorizando diciendo que la interpretación más extrema, la de Buenos Aires y Malta es la única posible. Es más, el intérprete oficial, Shönborn, ha llegado a decir que, después de la Amoris, ya no hay distinción entre parejas regulares e irregulares, por lo que todas, incluídas las gaysas, a comulgar por la vía rápida. No es que el matrimonio haya dejado de ser indisoluble; es que el matrimonio es ya agua pasada, sacrificado en el altar de la diosa misericordia. Prueba de ello es que el Instituto juan Pablo II de Matrimonio y Familia ha quedado totalmente desmantelado por Paglia, otro demoledor misericordioso.

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