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Una lección de los Saduceos acerca de la Eternidad

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Por Casey Chalk

Una frase común entre las parejas jóvenes de enamorados es que sus pasiones románticas —y, uno espera, que su intención sea amor con compromiso— durará «por siempre». Un favorito personal en mis días de secundaria era «Thank You» de Led Zeppelin, el cual pareciera, increíblemente, traer resonancias del Salmo 46, 2-3: «Si el sol se negara a brillar, todavía te amaría/Cuando las montañas se desplomen en el mar, todavía estaríamos tu y yo».

Quizás a aquellos que nos unimos con votos conyugales hace un largo tiempo nos despierte una sonrisa frente a tales declaraciones de amor adolescente. Asimismo, nuestra cultura prácticamente hace todo lo que puede para eliminar la pregunta: ¿El amor romántico dura —o puede durar— «por siempre»?

Muchos católicos, pensando en la respuesta de Cristo a los saduceos en Mateo 22, 23-33 (cf. Marcos 12, 18-27) con probabilidad dirían «no». ¿No les dice Cristo a ellos, que buscan engañarlo al refutar la resurrección, que «en la resurrección ni se casan ni son dados en matrimonio, sino que son como ángeles en el cielo»?

En efecto, Jesús les manifiesta: no importa que esta mujer hipotética tuviera siete maridos (todos hermanos, ¡pobre chica!) que hayan muerto sin dejar un solo heredero. Obviamente, no puede estar casada con todos ellos en el más allá. Sin embargo, Jesús explica, en realidad no lo estará con ninguno de ellos, porque las relaciones maritales representan un pacto social de este mundo, no del reino celestial.

Puede que, no obstante, haya algo más en este pasaje. Tanto Mateo como Marcos enfatizan que el séptimo marido no tiene ningún hijo con la mujer. Sin embargo, ese punto en verdad no agrega nada a la pregunta de los saduceos. ¿Por qué está allí? Si el último marido hubiera, de hecho, tenido descendencia con la mujer, ¿cambiaría la dinámica?

Para los saduceos no, dado que su tema ya fue presentado con siete hombres casados con la misma mujer. Es válido suponer que para Jesús, su opinión acerca de que no hay matrimonio en el cielo se mantiene sin importar la naturaleza exacta de ese último matrimonio. Aun así, ambos relatos de Mateo y Marcos van al detalle. Sospecho que el razonamiento de esto podría ser que el amor romántico, en efecto, trasciende nuestra existencia terrenal en algunos aspectos.

Para la mayoría de las parejas casadas, los hijos son el resultado natural de ese amor romántico. Ellos no son simplemente la seguridad de la continuidad de la línea paterna. Son almas eternas, que poseen intelectos, deseos e identidades corporales que reflejan de manera indeleble la unión de otras dos personas. Decimos, «tiene la nariz de su papá»; «tiene la personalidad de mamá»; «¡veo la terquedad de tu abuelo!».

Hasta los cuerpos glorificados en el cielo no pueden cambiar estas realidades por completo. Son atributos permanentes de cada persona, nos gusten o no. Claramente no podemos escapar a nuestra sangre.

Por otra parte, una unión romántica que produce hijos une a dos padres de forma eterna por medio de su descendencia. Una vez que el niño es concebido, no hay ocasión en que la madre y el padre no sean la causa eficiente y material de esa nueva vida. En un sentido, dos almas se unieron una a la otra para toda la eternidad al formar nueva vida, aun si una de ellas se casa o tiene hijos con otra persona bajo alguna circunstancia futura. Cada hijo trasciende la individualidad parental, hasta en la perpetuidad.

Al recordar el famoso aforismo tomista de que la gracia se construye sobre la naturaleza, parece apropiada la proposición acerca de que el amor romántico podría en algún sentido continuar en cielo. Si encontré a mi esposa singularmente hermosa y atractiva, si en nuestros primeros encuentros, y muchos otros a partir de entonces, formamos una conexión interpersonal profunda y única, ¿no sería razonable suponer que tales uniones logren su plenitud, en vez de su conclusión, ante el trono eterno de Dios?

No es que dicha relación eterna continúe siendo matrimonio como lo experimentamos en la tierra; tomaría algún tipo de característica diferente por Jesús. No obstante, es difícil imaginar que se extinga.

Si esto es cierto, probablemente iría más allá del simple amor romántico que produce hijos e incluiría otros matrimonios que no los tienen, u otros lazos familiares, o aun amistades.

Mi fallecido abuelo irlandés católico —quien inspiró tantas pasiones mías— era mi abuelo, no el de otra persona al azar. Compartimos genes, características de personalidad y una historia común que no se puede borrar. Los amigos que elegimos también son únicos para nosotros: desarrollamos lazos cercanos con alguien y no con otro porque tenemos pasiones, virtudes y hasta un sentido del humor similar.

Veo tales dinámicas en funcionamiento aun con los católicos fallecidos que nunca tuve la oportunidad de conocer, en especial con los santos. Ya estoy convencido de que san Francisco de Sales y yo tendremos mucho para conversar si tengo la bendición de conocerlo en la Visión beatífica. Santa Teresa de Lisieux, por otra parte, aunque es alguien a quien profundamente admiro y aprecio por su sabiduría espiritual, no es alguien con quien (creo) tendré tanto en común.

Los católicos no son mormones, por supuesto. No creemos que las decisiones del matrimonio que tomamos en la tierra continúen en la eternidad, con nosotros convertidos en nuevos dioses casados que reinan sobre otros planetas similares al nuestro donde engendramos más hijos.

Ni creemos en los tipos de concepciones banales, simplistas del amor romántico como las de Nicholas Sparks, en las cuales una pareja deja esta tierra solo para ser reunida una vez más en el cielo en su hogar de familia única.

Incluso realmente creemos que como un compuesto de cuerpo y alma, todo lo que hacemos en esta tierra tendrá algún efecto en nuestro destino eterno. Que muchos de nosotros cooperemos para crear descendencia que eternamente tendrá nuestras características comunes sugiere al menos que algún elemento de amor romántico podría permanecer en la nueva Jerusalén, si bien en una nueva y glorificada dimensión.

Aunque ellos —como muchos de nuestros contemporáneos— estaban ciegos con respecto de hacia dónde llevaba la pregunta del matrimonio y la eternidad, los saduceos algo sabían.

Acerca del autor:

Casey Chalk vive en Tailandia, es escritor y editor del sitio web ecuménico Called to Communion, y estudiante gradudado de la Escuela de Posgrado en Teología de Notre Dame en Christendom College. Además, escribió acerca de la comunidad de refugiados paquistaníes en Bangkok para New Oxford Review y Ethika Politika.

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