Un Credo para unirlos a todos

Icon from the Monastery of Great Meteoron in Thessaly, Greece, representing the First Ecumenical Council of Nicaea 325 A.D., with the emperor, Constantine, enthroned and with the condemned Arius at the bottom.
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Por el P. Brian A. Graebe

Este año se conmemora el 1,700 aniversario del Concilio de Nicea, posiblemente la reunión más trascendental en la historia del cristianismo. La Iglesia, aún joven y emergiendo de siglos de persecución, se encontraba desgarrada por un debate sobre la identidad de Jesucristo.

La crisis comenzó cuando un sacerdote de Alejandría, Egipto, llamado Arrio argumentó—en contra de la posición católica tradicional, aunque aún no definida dogmáticamente—que el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, había sido creado por Dios Padre. Para los arrianos, Jesús era la criatura más elevada, la más cercana al Padre, pero no era co-igual ni co-eterno con Él.

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El debate no se limitó a los círculos académicos: dividió diócesis y ciudades en todo el Imperio Romano, muchas de ellas con iglesias y obispos rivales, unos arrianos y otros católicos. Viendo que esta confusión amenazaba su frágil control del poder, el emperador Constantino convocó a los obispos del mundo en la ciudad de Nicea, en la actual Turquía, para resolver el asunto de manera definitiva. Así nació el primer concilio ecuménico, o universal, en la historia de la Iglesia.

La declaración de fe resultante, el Credo de Nicea, es el texto más importante del cristianismo fuera de la Escritura. Refutó contundentemente el arrianismo y afirmó la plena divinidad de Cristo como “Dios verdadero de Dios verdadero”.

La palabra clave en todo el Credo es homoousios, o “consubstancial”. Afirma que el Hijo es “de la misma sustancia” que el Padre, tan plenamente Dios como Él. Los padres conciliares rechazaron el término de compromiso homoiousios, en el cual una sola letra adicional habría reducido al Hijo a ser “de sustancia similar” al Padre.

La palabra correcta, y la verdad que sostiene, hacen más que una simple diferencia de una iota (la letra “i”). No se trata solo de semántica o de términos teológicos esotéricos. Si Jesús no es verdadero Dios, entonces no tiene poder para salvarnos, y la Crucifixión se reduce a una tragedia antigua más.

Cuando los cristianos de todo el mundo recitan el Credo cada domingo (su versión final se completó más tarde ese mismo siglo en el Concilio de Constantinopla), pueden dar por sentado lo difícil que fue el debate y lo incierto de su desenlace. Incluso después del concilio, muchos obispos siguieron bajo la influencia del arrianismo.

Evaluando la situación 1,500 años después, el célebre teólogo inglés San John Henry Newman escribió:

“El episcopado, cuya acción fue tan rápida y concordante en Nicea ante el auge del arrianismo, no desempeñó, como clase u orden de hombres, un buen papel en los problemas que siguieron al Concilio; y el laicado sí lo hizo. El pueblo católico, en toda la extensión de la cristiandad, fue el obstinado defensor de la verdad católica, y los obispos no lo fueron.”

Las palabras de Newman, lamentablemente, no son menos relevantes hoy. Una gran confusión doctrinal emana desde los más altos niveles de liderazgo en la Iglesia, desde aquellos obispos y sacerdotes que deberían ser voces de claridad. La atracción de la novedad, de desligarse de la tradición que creemos haber recibido de Dios mismo, tienta a demasiados prelados a sembrar dudas y a desordenar la fe apostólica de la Iglesia.

La división resultante desorienta a los católicos, y también a quienes los observan, tal como sucedió hace 1,700 años. Un lema popular en ciertas denominaciones cristianas dice que “la doctrina divide”, insinuando que los debates teológicos obstaculizan la misión del discipulado. Pero Nicea nos recuerda que nada podría estar más lejos de la verdad. Fue precisamente la división causada por la incertidumbre doctrinal lo que Constantino intentó sanar. La verdadera unidad solo es posible a través de la fe común en Aquel que es la Verdad misma.

Los cristianos desanimados por la abierta disidencia de los “arrianos” modernos pueden encontrar consuelo en las palabras de Newman. En momentos de crisis institucional, ya sea en el Imperio Romano del siglo IV o en la Inglaterra del siglo XVI, no fueron en su mayoría los obispos quienes mantuvieron la fe, sino los laicos devotos.

En la Iglesia hablamos del sensus fidelium, el “sentido de los fieles”. Esto no es lo mismo que la vox populi, una simple encuesta de opinión pública. Se refiere a la percepción espiritual de aquellos que son más fieles, que permanecen más cerca de Dios y que pueden distinguir la voz del Pastor de la del asalariado.

Estos “fieles” pueden no haber leído jamás un libro de teología, pero tienen un instinto más certero para la verdad que muchos que sí lo han hecho. Escuchan estas voces disidentes, que desafían la enseñanza de la Iglesia—en su mayoría sobre temas de moral sexual—y de inmediato encienden una alerta. Saben que esto no es la fe, que algo está mal. Y siguen buscando en los obispos la guía y enseñanza que necesitan.

Demasiadas veces, sin embargo, buscan en vano. Ya sea por un erróneo sentido de cortesía o por una preferencia por ocultar diferencias, demasiados obispos parecen incapaces o renuentes a denunciar estas falsas voces, y a llamarlas por su nombre. Afortunadamente, los fieles laicos, empoderados por los nuevos medios de comunicación, están asumiendo cada vez más el papel de defender y explicar esas mismas doctrinas.

Esto no es, quizás, exactamente lo que el último concilio ecuménico, el Vaticano II, tenía en mente cuando llamó a una renovación del apostolado laico. Pero Dios obra de maneras misteriosas. A través de un emperador medio pagano, guió a la Iglesia en su mayor crisis teológica.

Y 1,700 años después, sigue guiándola.

Acerca del autor

El P. Brian A. Graebe, S.T.D., es sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York. Es autor de Vessel of Honor: The Virgin Birth and the Ecclesiology of Vatican II (Emmaus Academic).

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