Por Stephen P. White
¿Cómo llegamos aquí? ¿En qué nos equivocamos? Estas son las preguntas que muchas personas parecen estar planteándose últimamente. Detrás de estas preguntas subyace la premisa de que, de hecho, las cosas han salido mal. La inauguración presidencial de esta semana subrayó cuán extendido está este sentimiento. Ya sea que uno vea la nueva administración como prueba de lo mal que han ido las cosas, o como el remedio a tanto que ha salido mal, el consenso más sólido en la vida estadounidense hoy en día es que, de alguna manera, las cosas no deberían ser como son. Podrían haber sido mejores. Deberían haber sido mejores.
Estas preguntas tampoco carecen de respuestas propuestas. En los últimos años se han escrito numerosos libros que trazan los problemas actuales hasta sus orígenes, identificando fuentes históricas en una persona, una idea o un movimiento: la epistemología de John Locke, el método de Francis Bacon, el nominalismo de Guillermo de Ockham, o donde sea.
Una razón de la popularidad de este género es que mucha gente tiene la sensación de que las cosas no han resultado como esperábamos. Por supuesto, es útil entender dónde nos equivocamos para corregir esos errores y tratar de no repetirlos. Si somos honestos, otra razón para la popularidad de este género es que encontramos inmensamente satisfactorio tener a alguien a quien culpar por nuestros problemas.
No es que haya algo malo en atribuir culpas donde corresponde. Algunas personas son ciertamente responsables. Algunas ideas son corruptas y corruptoras y deben ser nombradas como tales. Las ideas tienen consecuencias, como señaló uno de los titanes de este género.
Timothy S. Goeglein ha escrito un libro –Stumbling Toward Utopia: How the 1960s Turned into a National Nightmare and How We Can Revive the American Dream (Tropezando hacia la utopía: Cómo los años 60 se convirtieron en una pesadilla nacional y cómo podemos revivir el sueño americano)– en el que señala a los años 60 como la década en que Estados Unidos realmente comenzó a tropezar. Goeglein traza varios de estos tropiezos –en moralidad, educación, familia, entretenimiento, políticas públicas, y más– con la esperanza de responder a la pregunta: “¿Cómo terminamos en este desastre?”
Los activistas radicales, escribe Goeglein, “usaron una bola de demolición contra la sociedad, y Estados Unidos nunca volvió a ser el mismo. Basta mirar nuestra cultura actual para ver el daño que los utopistas de los años 60 causaron.” Eso, insiste, es lo que ocurrió en Estados Unidos: “El último intento de crear una utopía ha fracasado…”
La tesis de Goeglein no es nueva, pero proporciona un relato conciso –aunque algo selectivo– de cómo diversas corrientes de pensamiento progresista produjeron finalmente el trastorno social, político y cultural que convirtió a los años 60 en un hito.
Algunos de los pensadores cuyas ideas Goeglein critica con razón existían mucho antes de esa década. Por ejemplo, Woodrow Wilson y John Dewey nacieron en la década de 1850. En este sentido, el libro es menos una crítica de los años 60 utópicos que de las ideas progresistas que sentaron las bases para las revoluciones de esa época y sus consecuencias duraderas en la vida estadounidense.
Menciono esto no para debatir sobre fechas o cronologías, sino porque, como el propio Goeglein reconoce, las raíces de “los años 60” se remontan al siglo XIX e incluso antes.
En su mayor parte, Goeglein elige bien los objetivos de sus críticas. Margaret Sanger, Saul Alinsky y Alfred Kinsey (entre muchos otros) reciben las críticas que merecen. Las consecuencias no deseadas de la Gran Sociedad de Johnson, el colapso de las iglesias protestantes tradicionales, la introducción del divorcio sin culpa (bajo Ronald Reagan en California), y Roe v. Wade se sumaron a la cascada de horrores que fluyeron hacia, o emergieron de, “los años 60.”
Pero aquí encontramos la mayor debilidad del trabajo de Goeglein –y de relatos similares. Su historia a veces se lee como si Estados Unidos estuviera paseando por la historia –inocente y con ojos brillantes– cuando llegaron los años 60 y la asaltaron. Pero los años 60 no fueron algo que simplemente le ocurriera a una nación por lo demás sólida, virtuosa y temerosa de Dios.
Tal historia es conveniente para centrar culpas (y, nuevamente, muchos de los objetivos de Goeglein merecen esa culpa), pero no es una explicación adecuada de la trayectoria de la vida estadounidense en las últimas seis o siete décadas.
Para los años 60, ya sea por complacencia, arrogancia, éxito o el mero peso del tiempo, Estados Unidos estaba listo para la revolución que venía. ¿Por qué? Esa no es una pregunta que pueda responderse con incluso la lista más exhaustiva de fechorías liberales.
Si Estados Unidos era tan sólido y virtuoso antes de los años 60, ¿por qué era tan vulnerable a la disrupción y la disolución? Los católicos tenemos nuestra propia versión de esta pregunta: Si la Iglesia preconciliar era tan grandiosa, ¿cómo dio lugar a todas las malas ideas y líderes equivocados que nos trajeron lo peor del absurdo posconciliar?
Y si los cambios y consecuencias de los años 60 fueron tan malos, ¿por qué el otrora virtuoso pueblo estadounidense los aceptó tan fácilmente? ¿Por qué seguimos, como nación, aferrándonos a muchos de ellos?
Goeglein no plantea estas preguntas, y mucho menos las responde. El resultado es un diagnóstico conciso, pero solo parcial, de los desafíos que enfrentamos. Es cierto que muchos de esos desafíos nos llegan a través de un camino que pasa por la extraordinaria entropía de los años 60. Pero hay más en la historia que eso.
Un diagnóstico parcial del problema dificulta encontrar una receta para el remedio. Goeglein escribe: “Estados Unidos no resolverá su crisis actual sin una restauración de la fe y las virtudes que vienen con ella.”
¡Amén a eso! Pero si tal restauración ha de lograrse, requerirá mucho más de nosotros que simplemente saber, con retrospectiva, qué salió mal en los años 60.
Acerca del autor
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y miembro en estudios católicos del Ethics and Public Policy Center.
Eran virtuosos hasta la llegada de los medios de comunicación masivos, la radio en la segunda década del s. XX y la televisión en la del 50, (tras la segunda guerra mundial y sus atrocidades, dato a no olvidar). Esas pequeñas circunstancias, son las que de alguna manera completan el panorama y sin las cuales no se puede entender la historia reciente.