Por Luis E. Lugo
El sábado antes del segundo domingo de Cuaresma del año 445, el Papa León, cuyo pontificado se extendió por más de veinte años, predicó un poderoso sermón sobre la Transfiguración. Es uno de los casi cien sermones que se han conservado del primer obispo de Roma llamado León (le seguirían otros doce con ese nombre). Estos sermones tienen la distinción de ser las primeras homilías papales que han llegado hasta nosotros predicadas al pueblo durante celebraciones litúrgicas.
Este fue el mismo León que recibiría el título de “Magno” por sus muchos logros notables. Uno de ellos fue su intervención decisiva en el Cuarto Concilio Ecuménico, el Concilio de Calcedonia del año 451, que consolidó la doctrina cristológica de los tres concilios anteriores. Esto ocurrió mediante una carta (conocida como el Tomo de León) que fue leída ante cientos de obispos reunidos, quienes, al concluir su lectura, aclamaron al unísono: “Pedro ha hablado por boca de León”.
Otro episodio memorable tuvo lugar al año siguiente, cuando León fue clave para evitar el saqueo de Roma por parte de Atila el Huno. Cuando este entró en Italia en 452, comenzó a saquear e incendiar ciudades mientras avanzaba hacia Roma. La población romana, atemorizada, suplicó a León que saliera a intentar persuadir al fiero Huno de que perdonara la Ciudad Eterna. León aceptó valientemente el desafío, se reunió con Atila y lo convenció de retirar sus tropas.
León también combatió eficazmente las herejías y realizó misiones diplomáticas, pero ante todo fue un pastor para su rebaño. Y es en esa calidad que predicó su sermón sobre la Transfiguración, basado en Mateo 17,1-13.
León establece el contexto refiriéndose al capítulo anterior de Mateo, específicamente a la famosa confesión de Pedro, quien proclama que Jesús es el Cristo, el Mesías. Este Cristo, explica León, era en verdad el Hijo unigénito de Dios, pero también el Hijo del Hombre: “Porque el uno sin el otro no sirve para la salvación”.
Aquí León hace eco de las palabras de San Gregorio Nacianceno, quien murió poco antes del nacimiento de León. “El Teólogo” había hablado de la “densa corporalidad” de Jesús al proclamar que “lo que no es asumido, no es redimido”.
León argumenta que “era igualmente peligroso haber creído que el Señor Jesucristo era solo Dios sin humanidad, o solo hombre sin divinidad”. Así, de un solo golpe, refuta las principales herejías que habían perturbado a la Iglesia durante el largo período de controversias cristológicas.
Aunque la confesión de Pedro había exaltado justamente la naturaleza superior de Cristo, observa León, el apóstol necesitaba ser instruido en “el misterio de la sustancia inferior de Cristo”. La comprensión imperfecta de Pedro queda evidenciada cuando reprende a Jesús tras oírle hablar de su inminente Pasión. Esta corrección muestra claramente, declara León, que aunque Pedro y los demás apóstoles “reconocieron el misterio de Dios en Él, no conocían el poder de su cuerpo, en el cual estaba contenida su divinidad”.
León sostiene que el “resplandor real” que Jesús manifestó en la Transfiguración era algo “que pertenecía especialmente a la naturaleza de su humanidad asumida”. Es en su humanidad, afirma, que el Señor “manifiesta su gloria… e inviste con tal esplendor esa forma corporal que compartía con los demás”.
La Transfiguración tenía como fin “eliminar del corazón del discípulo el escándalo de la cruz, y evitar que su fe se viera perturbada por la humillación de su Pasión voluntaria, revelándoles la excelencia de su dignidad oculta”. Es mediante el castigo de Cristo en la Cruz, afirma León, que Dios “abre el camino al cielo” y prepara para nosotros “los peldaños de ascenso al Reino”.
El cuerpo transfigurado de Jesús revela la naturaleza de ese Reino y la culminación de la historia de la salvación. De hecho, León sostiene que la promesa de Jesús —de que algunos de los discípulos presentes no probarían la muerte hasta ver al Hijo del Hombre venir en su Reino— se cumplió en ese mismo momento. (Esa promesa está registrada al final de Mateo 16, justo antes del relato de la Transfiguración).
La carne mortal, explica León, no puede en su estado actual contemplar “la visión indecible e inaccesible de la misma divinidad”. Esa visión queda reservada para la vida eterna, cuando nuestros cuerpos también serán transformados. Para los discípulos presentes aquel día en el monte Tabor, una montaña con forma de cúpula a pocos kilómetros al este de Nazaret, la Transfiguración fue un anticipo privilegiado de esa realidad mayor que espera a todo el pueblo de Dios.
Pero no podemos apresurar el proceso, advierte León; la Cruz debe preceder a la gloria. Como declara: “el gozo de reinar no puede preceder al tiempo del sufrimiento”. Por eso Jesús desoye la propuesta de Pedro de construir tres tiendas en el lugar. León no consideraba que la petición fuera malintencionada en sí misma, sino que era simplemente “contraria al orden divino”.
Así como el Señor llevó a Pedro, Santiago y Juan a lo alto del monte, León lleva a sus oyentes a esa cima desde la cual se contempla todo el panorama de la historia de la salvación. Apropiadamente, los discípulos son acompañados por Moisés y Elías, que representan respectivamente la Ley y los Profetas. “Las páginas de ambos testamentos se corroboran entre sí”, afirma León, y añade que en Jesús se “cumplen tanto la promesa de las figuras proféticas como la finalidad de las ordenanzas legales”.
León enfatiza que la Transfiguración no ocurrió solo para beneficio de los presentes, sino también para nosotros. Como declara: “en estos tres Apóstoles toda la Iglesia ha aprendido lo que sus ojos vieron y sus oídos escucharon”. Y lo que aprendemos no es nada menos que la gloriosa verdad del “plan común de la divinidad para la restauración del género humano”. Esta revelación es confirmada por la voz del mismo Padre desde el cielo: “Este es mi Hijo amado… escuchadlo”.
Acerca del autor
Luis E. Lugo es profesor universitario y directivo de fundación jubilado. Escribe desde Rockford, Michigan.