Por Stephen P. White
Durante este tiempo de Cuaresma, nos proponemos, como disciplina y obra de caridad, orar, ayunar y dar limosna. Desde hace tiempo, tengo por costumbre esforzarme especialmente en esta temporada por rezar, con más constancia que en el resto del año, la Liturgia de las Horas.
Para quien desee estructurar su día en torno a la oración —en lugar de conformarse con acomodarla dentro de un día ocupado— el Oficio Divino es particularmente beneficioso. Rezar esta oración es unirse a los innumerables sacerdotes y religiosos (y a un número creciente de laicos) para quienes la Liturgia de las Horas marca el ritmo de la vida cotidiana durante todo el año. Es una forma privilegiada de orar, como exhortaba San Pablo, sin cesar.
El Concilio Vaticano II tocó este punto en Sacrosanctum Concilium: “cuando este admirable canto de alabanza [la Liturgia de las Horas] se celebra debidamente… es verdaderamente la voz de la Esposa que habla a su Esposo; es la misma oración que Cristo, con su cuerpo, dirige al Padre.”
En el corazón del Oficio están los Salmos, que han sido los himnos del pueblo de Dios desde los días de la Antigua Alianza. Los cantamos en cada Misa, por supuesto, pero no fue sino hasta que aprendí a rezar la Liturgia de las Horas que empecé a apreciar la belleza y el poder de los Salmos. Hay algo en la recitación de los versículos —y en su recitación repetida— que siempre he encontrado más propicio para la meditación y la oración que escuchar a un cantor o cantar solo la respuesta, como se hace en la Misa.
Dicho esto, los Salmos están destinados a ser cantados. Cuando se entonan con reverencia, o se acompañan con una melodía apropiada, los Salmos adquieren una dimensión completamente distinta. Quien haya escuchado la sobrecogedora versión polifónica del Salmo 51 compuesta por Allegri lo comprenderá.
Quizá más que cualquier otro libro de la Biblia, los Salmos están hechos para ser orados o cantados, no solo escuchados. San Atanasio, el obispo de Alejandría del siglo IV y gran opositor del arrianismo, fue especialmente elocuente en su defensa de la oración con los Salmos. Su Carta a Marcelino sobre los Salmos es un clásico olvidado. “Toda la Sagrada Escritura es maestra de virtud y de verdadera fe”, escribe Atanasio, “pero el Salterio ofrece una imagen de la vida espiritual.”
Hay un Salmo para cada propósito y ocasión, como señala San Atanasio: “En otras partes de la Biblia se nos ordena bendecir al Señor y reconocerlo: aquí, en los Salmos, se nos muestra cómo hacerlo, y con qué palabras puede confesarse dignamente su majestad. De hecho, en todas las circunstancias de la vida, encontraremos que estos cantos divinos se adecuan a nosotros y responden a las necesidades de nuestra alma en cada momento.”
Aquí reside otra belleza particular de los Salmos. No solo hay un Salmo para cada situación —desde la alegría hasta la desolación— sino que estos himnos inspirados son los mismos que rezaron el Pueblo de Israel, Moisés y Salomón, el rey David y el mismo Señor Jesús. Al rezar los Salmos, sus palabras se convierten en nuestras palabras, y nuestras oraciones en sus oraciones.
Cuando rezamos o cantamos los Salmos, lo hacemos con nuestra propia voz, desde nuestra perspectiva personal. Los Salmos son, en ese sentido, Escritura en primera persona. Y eso tiene un poder inmenso. San Atanasio desarrolla esta idea:
“En los otros libros de la Escritura leemos o escuchamos las palabras de hombres santos como propias de ellos, no como si fueran nuestras; y de igual modo, los hechos allí narrados nos sirven de ejemplo y de admiración, pero no como cosas que nosotros mismos hayamos hecho. En cambio, con este libro [el Salterio], aunque leemos con reverencia y asombro las profecías sobre el Salvador, en todos los demás Salmos es como si fueran nuestras propias palabras las que leemos; y cualquiera que los escuche se conmueve interiormente, como si expresaran sus pensamientos más profundos.”
Seguramente no es coincidencia que Atanasio, el gran defensor de la Encarnación contra las herejías arrianas de su tiempo, encontrara tanta inspiración en los Salmos —los himnos que brotan de nuestros labios con la misma naturalidad que de los labios del Verbo Encarnado. Estos grandes himnos, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo y cantados por hombres, son rezados nuevamente por Dios hecho hombre, y se elevan otra vez al Padre con toda la humanidad sufriente del Hijo unigénito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Con estas palabras, Jesús no está simplemente citando la Escritura, sino orando con la oración de su propio Pueblo. Al rezar esos mismos Salmos —ya sea en la Liturgia de las Horas, en la Misa o como disciplina cuaresmal— no solo imitamos a Jesús, sino que nos unimos a su oración como hermanos y hermanas del mismo Padre.
“Y así tú también, Marcelino,” concluye Atanasio, “meditando los Salmos y leyéndolos con inteligencia, guiado por el Espíritu, serás capaz de comprender el sentido de cada uno, tal como lo deseas. Y te esforzarás también en imitar la vida de aquellos santos portadores de Dios que los pronunciaron por primera vez.”
Sin duda, este consejo es tan válido para cada uno de nosotros hoy como lo fue cuando Atanasio lo dirigió por primera vez a Marcelino. ¿Y qué mejor momento para acoger ese consejo que en esta Cuaresma? ¿Y qué mejor disciplina para conservar más allá de esta temporada penitencial?
Acerca del autor
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en The Catholic University of America y miembro en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center.