Por John M. Grondelski
Al concluir el año litúrgico, las lecturas de la Iglesia adquieren un tono decididamente escatológico, centrándose en las Cuatro Postrimerías: la Muerte, el Juicio, el Cielo y el Infierno. Una reciente lectura dominical del libro de Daniel nos dice: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán; unos vivirán para siempre, otros serán un horror eterno y una vergüenza perpetua” (Dn 12,2).
¿Por qué Dios juzga en función del bien y del mal?
En un mundo saturado por la dictadura del relativismo y alérgico a los estándares morales objetivos, algunos quizá piensen que incluso Dios necesita explicar: “¿Quién soy yo para juzgar?” Sin embargo, suponiendo que reconocemos la diferencia fundamental entre Dios y el hombre, ¿por qué Dios juzga según criterios de bien y mal?
¿Es algo arbitrario, una decisión caprichosa que Dios podría haber tomado de otro modo? ¿Es una cuestión de “poder” que Dios impone, restringiendo nuestra “autonomía”? Al menos, ¿no podría Dios haber hecho del “amor” un criterio más explícito, como las Bienaventuranzas en el Juicio Universal?
No.
Todo vuelve al Amor. “Amor,” en primer lugar, no es algo, sino Alguien: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). Y porque el Amor es inherentemente una virtud social, ya apunta a la Trinidad en Unidad: tres Personas, un solo Dios.
El Amor no es, por tanto, principalmente un sentimiento o emoción. No es una reacción. Es una realidad compartida entre personas en relación. La relación entre las Personas Divinas de la Trinidad es un Bien compartido: cada una ama en la otra lo que es perfecto en sí misma –Vida, Fidelidad, Verdad–. La relación trinitaria es su Bondad Compartida.
El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, está diseñado para compartir relaciones. El Génesis lo deja claro cuando dice: “Hombre y mujer los creó” (Gn 1,27), y afirma que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Estamos llamados a compartir relaciones según el modelo de nuestra imagen y semejanza, es decir, una bondad compartida. Santo Tomás de Aquino y Karol Wojtyła (en Amor y Responsabilidad) describen esta realidad como la esencia del amor: amor benevolentiae, el querer el bien verdadero para el otro.
Wojtyła señala que en la relación entre hombre y mujer pueden influir otros factores, como la atracción puramente sexual o la compatibilidad emocional. No niega que estos elementos puedan estar presentes, pero rechaza confundirlos con lo esencial del amor: un bien común compartido, no solo un sentimiento o afinidad, sino el querer el bien objetivo del amado.
Cuando Dios invita al ser humano a una relación con Él, ¿qué podemos compartir? Dios es infinito; el hombre no. Dios es perfecto; el hombre no. Lo que podemos compartir es la bondad, aunque dentro de nuestra capacidad creada y limitada. Pero esa bondad es real.
Esa bondad no es un sentimiento ni un deseo; es real: la vida de Dios en nosotros, descrita claramente como “gracia santificante.” Es la Vida compartida de Dios que no puede coexistir con lo que es anti-Dios y anti-vida-divina, es decir, el pecado mortal.
La salvación no es una proposición. Es una propuesta de relación con el Amor, basada en el bien objetivo compartido de la gracia. Dios, como verdadero amante, propone. Pero el amado siempre tiene la libertad de rechazar la propuesta. La vida, culminando en la elección final entre el Cielo y el Infierno, es la historia de esa propuesta de amor.
Dios no podía hacer que el criterio para nuestro juicio fuera otra cosa que el bien o el mal, porque sin eso no habría un bien compartido entre Él y nosotros.
El Génesis ya registra esto al mostrar que el pecado lleva a la muerte, no porque Dios haya establecido una conexión arbitraria entre ambos, sino porque al alejarnos de Dios como Fuente de Vida y Ser, lo único que queda es la muerte y el no-ser.
El judaísmo y el cristianismo han hecho una contribución enorme a la historia de la religión al conectar la relación de Dios con el hombre con la responsabilidad moral. Pensemos en la historia de Noé y el Diluvio. Muchas culturas tienen relatos primigenios de inundaciones, especialmente en el Medio Oriente.
Lo único en el relato de Noé es el motivo de Dios para enviar el Diluvio: la maldad humana había crecido enormemente. Dios salva a Noé y su familia porque son “justos,” y no trata al bien y al mal por igual.
Compárese esto con la Epopeya de Gilgamesh, donde el Diluvio es causado por un dios sádico que casi se destruye a sí mismo al olvidar cómo detenerlo. O con la mitología griega, donde los dioses olímpicos no son mejores que los hombres, solo más grandes. Zeus se sentiría muy cómodo en la Washington o el Hollywood modernos. Los dioses paganos exigen obediencia por poder, no por amor.
Por otro lado, entender que el bien conecta nuestra relación con Dios, quien nos creó y desea un bien eterno compartido, nos muestra que Dios no es una amenaza para nuestra autonomía. Como Wojtyła señaló repetidamente, la moralidad cristiana no es “alienante.” Los designios de Dios y la realización humana están directamente relacionados, no en proporción inversa. Nos convertimos en nuestra mejor versión al alcanzar el bien compartido que nos une a Dios.
Esto, por supuesto, también desenmascara la mentira del lema “el amor es amor.” El amor siempre será –y debe ser– medido por un bien común objetivo, mutuo y compartido. Ese bien común no es un sentimiento, deseo o inclinación. En el caso del amor sexual, incluye el bien objetivo de la vida: una tercera persona que procede del amor de dos, formando así una trinidad doméstica que refleja a la Trinidad Eterna.
A veces escuchamos a personas lamentarse: “Lo que podría hacer si no fuera católico o cristiano.” Eso es equivocarse completamente. Al evadir el bien, todo lo que podrías hacer es ser menos humano.
Acerca del autor
John Grondelski (Ph.D., Fordham) es exdecano asociado de la Escuela de Teología de la Universidad Seton Hall, South Orange, Nueva Jersey. Todas las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.