Peregrinos de la Esperanza

The Virgin Mary Releasing a Soul from Purgatory by an artist of an Austrian or German school, c. 1450-1550 [West Park Museum, Macclesfield, England]
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Por Stephen P. White

Un nuevo año es un momento de optimismo y esperanza, un tiempo para empezar de nuevo. Para muchas personas, el comienzo de un nuevo año es una oportunidad para hacer resoluciones. Por lo general, estas son resoluciones de mejora personal, incluso de abnegación. Nos proponemos comer mejor, hacer más ejercicio, perder algunos kilos, pasar más tiempo con la familia, finalmente vaciar la bandeja de entrada, viajar más y cosas por el estilo.

Estas resoluciones, por supuesto, surgen inevitablemente de una conciencia de que algo en nuestra forma de vivir no está del todo bien. La esperanza al hacer resoluciones de Año Nuevo es que algo en la vida de uno –algo que falta o sobra, algo fuera de lugar o de orden– pueda corregirse o al menos mejorarse.

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Nadie hace una resolución de Año Nuevo para no cambiar nada con la esperanza de que así las cosas mejoren. Todo aquel que espera mejorar en algún aspecto sabe que la esperanza y la complacencia, si bien no son exactamente opuestas, son incompatibles.

Si nuestro objetivo, el objeto de nuestra esperanza, es irrealista, estamos preparando el camino para el fracaso y la decepción. Nuestra esperanza, si ha de ser auténtica, debe estar bien fundamentada. Si yo, un padre de más de cuarenta años, quiero establecer una rutina de ejercicio regular, perder algunos kilos y ponerme en forma, eso es razonable. Si voy al gimnasio con la esperanza de obtener un puesto como delantero titular de los Chicago Bulls, eso es una locura. El buen juicio a menudo marca la diferencia entre una esperanza genuina y un optimismo insensato.

Al mismo tiempo, si yo, un padre de más de cuarenta años, espero establecer una rutina de ejercicio regular, perder algunos kilos y ponerme en forma pero nunca hago más que escribir sobre ello, no es razonable pensar que alcanzaré el objetivo. Y aquí está el segundo punto: además de tener buen juicio sobre el objeto de mi esperanza de mejora personal, la consecución de lo que se espera requiere alguna acción de mi parte.

Hay un paralelismo obvio con la vida espiritual y moral.

La fe es la virtud por la cual creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado a través de Su Iglesia. La esperanza cristiana surge de este conocimiento de que Cristo nos ha redimido por Su muerte y resurrección. “La esperanza”, como nos dice el Catecismo, “es la virtud teologal por la que deseamos el Reino de los cielos y la vida eterna como nuestra felicidad”. Sin embargo, alcanzar este objetivo por nuestros propios medios no es algo razonable para esperar. Es solo con la ayuda de la gracia y del Espíritu Santo que las promesas de Cristo son alcanzables.

Afortunadamente para nosotros, Dios no espera hasta que seamos dignos para ofrecernos la certeza de la esperanza. “Dios demuestra su amor por nosotros en que, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros”, escribe San Pablo. Dios actúa primero; nosotros respondemos.

“Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó primero”, como leemos en la primera epístola de Juan. El conocimiento del amor inmerecido de Dios por nosotros y la generosidad ilimitada de Su misericordia nos abren la posibilidad de devolver ese amor.

A menos que sepamos que somos pecadores, no podemos comprender lo que Dios ha hecho por nosotros. Es por la fe que conocemos la oferta de misericordia de Dios, que es nuestra esperanza. Y es la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte lo que hace que esa esperanza sea razonable.

Al igual que con nuestras resoluciones de Año Nuevo, es necesario pero no suficiente saber que necesito cambiar algo en mi vida. Si sé que debo cambiar, es necesario pero no suficiente tener una esperanza razonable de lo que deseo alcanzar. Y si tengo conocimiento de lo que debe cambiar y una esperanza razonable de lo que podría lograrse, aún no tengo todo lo necesario para cumplir mi esperanza. Debo actuar.

Saber que Dios me ama y esperar sinceramente lo que Él me promete no es lo mismo que amar a Dios en respuesta. Saber que no puedo convertirme en la persona que debo ser sin la ayuda de Dios no es lo mismo que presumir que Dios, en Su misericordia, lo hará por mí. Nuevamente, leemos en la primera carta de Juan:

Si alguien dice: “Yo amo a Dios”, pero odia a su hermano, es un mentiroso; porque quien no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. Este es el mandamiento que tenemos de Él: “Quien ama a Dios debe amar también a su hermano”.

Dios no da mandamientos que sabe que no podemos cumplir. Tampoco nos ama, nos persigue, sufre por nosotros y nos perdona para que permanezcamos como estamos. “Si me aman, cumplirán mis mandamientos.” Todas mis buenas intenciones me son tan útiles para crecer en el amor a Dios y al prójimo como lo son para ayudarme a cumplir mis resoluciones de Año Nuevo. Es decir, muy poco.

Este año, la Iglesia celebra un Jubileo. El tema del Jubileo es “Peregrinos de la Esperanza”. Es una oportunidad para cada uno de nosotros, y para todos nosotros, de empezar de nuevo. Como cualquier otra peregrinación, el viaje está compuesto de muchos pequeños pasos. Las buenas intenciones no nos llevarán a donde necesitamos ir. Simplemente conocer el destino tampoco nos llevará allí.

No podemos hacer el viaje de un solo salto. Debemos dar los pasos, comenzando con el primero. Necesitamos ayuda, ánimo y (a veces) corrección. Necesitamos un buen alimento. Un buen descanso. Con cada paso –lenta, quizás imperceptiblemente, al principio–, nos fortaleceremos. El camino se hará más fácil. O tal vez simplemente nos aligeremos al dejar atrás partes de nosotros que ya no necesitamos.

De todos modos, esa es mi resolución y mi esperanza.

Acerca del autor

Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y miembro en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center.

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