Por David Warren
Aún no sabemos —realmente— nada sobre la “pandemia de coronavirus” que ocupó los noticieros hace cinco años. Aceptamos un confinamiento de quince días para “contener el contagio”, según el consejo de la Dra. Birx, hace ya 130 quincenas. No hace falta decir que su misión oficial parece haber terminado, al igual que la del Dr. Fauci, y por ahora no estamos sujetos a instrucciones arbitrarias de salud pública.
Lugares como las iglesias están abiertas otra vez; y las restricciones a la oración solo siguen vigentes cerca de clínicas de aborto, o en jurisdicciones comunistas, como Inglaterra.
Ahora, según leo en los medios, tenemos “experiencia”.
Quizás lo principal que hemos “aprendido” es que los confinamientos, el cierre de negocios, el uso obligatorio de mascarillas, las restricciones de viaje, las cuarentenas, el distanciamiento social, el rastreo de contactos, etc., fueron inútiles contra el Murciélagovirus, o lo empeoraron —la versión médica de “el proceso es el castigo”.
Escribí “aprendido” con sarcasmo. De hecho, la inutilidad de cada uno de estos remedios ya estaba plenamente demostrada en todas las pandemias anteriores. Los “expertos” en salud pública estaban en posición de advertirnos contra cada uno de estos cuentos de viejas, pero los promovieron falsamente en nombre de la “ciencia”.
En cuanto a si las “vacunas” fueron más útiles que otros fármacos —o que las infames máquinas de ventilación mecánica— no tengo conocimientos especiales. Mi escepticismo, que no requería un título en medicina, ha crecido de forma bastante radical desde que se anunció el “Murciélagovirus”.
Demasiadas falsedades se dijeron al respecto.
Y ya en el verano de 2020, los “expertos” apoyaban manifestaciones políticas multitudinarias, aplaudidas por personal hospitalario en cada entorno urbano “progresista”, que contradecían sus propias instrucciones médicas explícitas.
Ante esta hipocresía obvia y total, personas como yo nos convencimos de que las opiniones de los expertos en salud pública debían ser ignoradas. Sin embargo, fueron impuestas legalmente en todos esos escenarios donde la libertad humana es despreciada.
Por coincidencia, fue más o menos en esa época que murió mi maestro espiritual, a edad avanzada y no por el virus del COVID. (P. Jonathan Robinson, 3 de junio de 2020). No se pudo asistir a su funeral.
“El viejo mundo”, en el que se podía dar por sentada la vida de las naciones cristianas, había llegado a su fin.
Como, aunque imperfectamente, un “viejo cristiano”, tuve la nueva sensación de estar completamente solo. Esto se confirmó sutilmente con diversas declaraciones ambientalistas provenientes del Vaticano. La misma Iglesia parecía estar rindiéndose ante las autoridades sanitarias. E incluso el Papa, aparentemente, ya no era católico. ¿Cómo podía ser?
Pero esta era una alarma tan indefendible como la respuesta al Murciélagovirus. Porque Dios existe, Cristo existe, el Espíritu existe; y el universo creado no cambia como un evento político pasajero.
Mi propio aprendizaje, sobre los mejores y peores procedimientos médicos en mi pequeño rincón del mundo, ocurrió un año después, cuando sufrí un infarto y un derrame cerebral: también completamente ajenos al Murciélagovirus.
Fue mi primer encuentro repentino con la vida en un hospital público “de nivel mundial”, donde pude experimentar las habilidades y eficiencias de médicos y enfermeros. Se ilustraron varias verdades felices.
Pero también me enfrenté a las influencias que están socavando, posiblemente destruyendo, lo que fue una de las características más espléndidas de la civilización occidental cristiana.
Porque la medicina occidental, sus clínicas y hospitales, fueron creación de la Iglesia, y sostenidos casi exclusivamente por ella durante siglos.
Incluso hoy, en países no cristianos, los servicios e inversiones médicas están mayormente en manos de misioneros cristianos (en el sentido amplio) o están modelados sobre instituciones cristianas (por ejemplo, la Media Luna Roja inspirada en la Cruz Roja).
En Occidente, sin embargo, el arte de curar ha sido en su mayor parte nacionalizado o burdamente comercializado, y los fondos públicos han reemplazado el trabajo de las órdenes religiosas caritativas.
Un esfuerzo consciente por des-santificar los hospitales ha acompañado los movimientos paganos y ateos para apropiarse de ellos. Donde antes había un intento real de llevar misericordia al enfermo y al moribundo, ahora tenemos una máquina profesional y la ideología del posthumanismo.
Esto se hizo más evidente durante nuestra “pandemia” del Murciélagovirus. Que comenzó con investigaciones de “ganancia de función” en los laboratorios de Wuhan, financiadas por la propia burocracia de Fauci, es algo que debe entenderse.
Y no se entenderá hasta que se reconozca públicamente la naturaleza inequívocamente satánica de dichas investigaciones. Nosotros, nuestros impuestos y nuestros representantes políticos estamos trabajando abiertamente hacia otra matanza o apocalipsis, que se consumará con un simple derrame de laboratorio.
Esto no significa que deba suceder, aunque puede volver sobre nosotros en una escala que haga que el Murciélagovirus parezca relativamente inofensivo. Dios existe, el universo es suyo, y dudo que haya hecho al mundo tan fácil de destruir. La naturaleza está llena de asombrosos equilibrios y contrapesos, que subvertirán todo intento de subvertirla.
A través de los ojos de la fe, más que a partir de resultados de investigación médica, podemos percibir esto. Pero, como con otras realidades que son profunda e inmortalmente verdaderas, podemos asumir que los incrédulos no lo percibirán.
Debemos exultar en su burla.
La fe en Dios es ahora una rareza pintoresca entre el personal hospitalario, y el activismo izquierdista a menudo la reemplaza. De hecho, más de una enfermera me advirtió, con simpatía, que sería prudente guardar mis observaciones para mí.
Porque en el hospital, en las circunstancias dictadas por las disposiciones del Murciélagovirus, tuve contacto directo y personal con el nuevo orden. De hecho, tuve varias conversaciones útiles con enfermeras (los médicos son más reservados) sobre las actitudes que se han difundido por las salas del hospital.
Las actitudes son políticas, y el personal médico se está convirtiendo en criatura de la izquierda adoctrinada. Están sometidos a las presiones que han hecho que muchas cosas antes impensables en la sociedad cristiana —el aborto, la eutanasia— no solo sean comunes, sino en muchos casos inevitables. O, si uno quiere evitarlas, le costará su empleo médico.
Esa fue la revolución que completó el Murciélagovirus.
Acerca del autor
David Warren es exeditor de la revista Idler y columnista en periódicos canadienses. Tiene amplia experiencia en Oriente Próximo y Lejano. Su blog, Essays in Idleness, puede encontrarse en davidwarrenonline.com.
Las «vacunas» mataron a muchas personas, eso ya no hay forma de ocultarlo. Y Pfizer sabía que iba a ser así, eso consta por los papeles que Pfizer tuvo que liberar por orden de juez y que pensaban mantener en secreto por 75 años. Todos conocemos personas, incluso muchos sacerdotes, que fallecieron al poco tiempo de inocularse. Pfizer sabía también que el mismo Covid era uno de los efectos de las inoculaciones. Nos mataron a cuentos con las «variantes»: eran las mismas «vacunas». ¡Y con ese argumento consiguieron que la gente se volviera a inocular, hasta cinco o seis veces!
Pensar que si no tenías el certificado de vacunación anticovid no te dejaban entrar ni al museo del Vaticano.