Por Howard Kainz
La palabra «personalidad» tiene múltiples significados, positivos y negativos. Sin embargo, el más común (y neutral) es el que la Real Academia define como: «Diferencia individual que constituye a cada persona y la distingue de otra; conjunto de características o cualidades originales que destacan en algunas personas».
Los cristianos creemos que hay tres personas en Dios. Por cierto, la unión de estas es una unidad en la diferenciación. El Hijo es diferente del Padre, el Espíritu se distingue del Padre y del Hijo, etc.
Esta distinción puede sonar como politeísmo y los musulmanes y otras religiones que mantienen un monoteísmo estricto la consideran atroz. No obstante, como Santo Tomás dice con respecto del argumento musulmán sobre el politeísmo cristiano, la confusión musulmana se debe a su enfoque miope sobre la generación física y a su incapacidad de entender la posibilidad de una generación simplemente espiritual.
Por lo tanto, no es contradictorio que la única naturaleza divina, como espíritu puro, sea detallada por los cristianos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero sin confundirla con «tres dioses». Estas tres personas, entonces, no son idénticas en personalidad, como clones, y no deberíamos sorprendernos de que tengan características específicas en su individualidad. ¿Qué podemos decir acerca de ellas?
El Hijo: es obvio que los cristianos, lo que más conocemos es la personalidad de Jesucristo, ya que estamos imbuidos con la religión del Hijo, quien vino y vivió entre nosotros, y hasta algunas veces nos ofreció una gran visión con respecto de sus propias cualidades personales. De manera oportuna, nos describe cómo es y cómo se presenta ante los otros: «Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio». (Mt 11, 29)
Algunas veces, en los Evangelios, Jesús permite que resplandezca la evidencia de su naturaleza y poder verdaderamente divinos, como en la Transfiguración (Mc 9,1) o cuando los guardias que lo arrestaban en el Jardín de los Olivos cayeron en tierra cuando se identificó (Jn 18,6), o en numerosos exorcismos en los cuales los demonios percibían un poder que emanaba de Él.
La mayoría de las personas, sin embargo, en tanto se maravillaban con sus sanaciones y exorcismos, probablemente no notaban más que un predicador calmo y modesto en su presencia personal. Sus vecinos preguntaban, ¿de dónde sacó tanta sabiduría este carpintero? Lo conocemos a él y a su familia. ¿Qué sucede aquí? Hasta los primos de Jesús no detectaban nada especial ni creían en Él hasta después de la Resurrección. (Mt 13, 55-56).
Jesús también nos cuenta acerca de sus intereses personales en la vida: no juzgar a los pecadores sino salvarlos (Mt 9, 13), aunque al final Dios Padre le encomendará el poder supremo de juicio (Jn 5, 22).
El Padre: el Nuevo Testamento está repleto de referencias a Dios Padre, pero esta concepción de Dios como «Padre» también se encuentra en el Antiguo Testamento: en los Profetas (Is 63, 16; 6, 8; Jer 3, 4; 3, 19) y el Salmo 89, pero en especial en el Libro de la Sabiduría en el cual se describe a Dios como el «padre del mundo» quien formó el primer hombre (10, 1), trata al justo de una forma paternal (2, 16; 11, 11), y gobierna todas las cosas con providencia (14,3).
En el Evangelio de Juan, descubrimos que Jesús experimentó una constante presencia del Padre (Jn 5, 19), habla acerca de los que aprende de esta (8, 38; 12,50), y agrega que, de hecho, el Padre trabaja por medio de Él (14, 10). Jesús, quien habitualmente imita lo que ve en el Padre, le puede decir a Felipe, «el que me ha visto ha visto al Padre». (Jn 14, 9)
Las principales descripciones del Padre por parte de Jesús se refieren a un creador benéfico, que distribuye y mantiene todo tipo de bienes en el mundo, para ser usados de forma correcta o incorrecta; y es el máximo proveedor solícito, quien vigila hasta las aves en el aire y los lirios en el campo, y satisface las necesidades más intimas de todas las personas, buenas y malas (Mt 5, 45; 6, 8), y como el arquitecto detrás de escena, continuamente prepara mansiones en el cielo para los que tienen fe (Jn 14, 2; 20, 23).
El Espíritu Santo: aunque Miguel Ángel hizo un maravilloso trabajo al representar a Dios Padre en la Capilla Sixtina, en los Evangelios este solo aparece como una nube (Mt 17, 5; Mc 9, 6; Lc 9, 35). El Espíritu Santo, quien se presenta únicamente como una paloma (Mt 3, 16, Mc 1, 10, Lc 3, 22; Jn 1, 32) o como lenguas de fuego (Hechos 2, 3), desafiaría aun más la maestría del artista. (Tengo un recuerdo borroso de ver una estatua femenina del Espíritu Santo en una iglesia de Europa hace varias décadas).
En el Nuevo Testamento, se compara el Espíritu Santo con el viento, que sopla aquí y allá, fuera del control humano (Jn 3, 8), que imparte gracias especiales (Gal 5, 2), que incluye poderes extraordinarios como la profecía y la sanación (Hechos 2, 17; 1Cor 12, 8-9), y a veces inspira a los seguidores de Jesús con lo que hay que decir, en especial en circunstancias difíciles y cuando las autoridades los desafían (Lc 12, 11).
El místico luterano alemán, Jacob Boehme (1575-1624), autor de Los tres principios de la esencia divina y La triple vida del hombre, estuvo enfrascado la mayor parte de su vida en la Doctrina de la Trinidad. Escribió profusamente acerca de las diferentes misiones e imágenes del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en todo el universo, y también alegó en oposición con los musulmanes y otros que negaban a la Trinidad.
El filósofo alemán, G.W. F. Hegel (1770-1831), fascinado con la visión trinitaria del mundo por parte de Boehme, pero crítico de su entusiasmo místico que «causaba un torbellino en la cabeza», desarrolló una visión filosófica del mundo más «científica» caracterizada por tríadas.
Hegel también se unió a Boehme en la defensa del cristianismo trinitario. A propósito del surgimiento del deísmo durante la Revolución Francesa, Hegel escribe que el Être suprême de esa doctrina, elogiada por Voltaire y otros Lumières, era solo un borroso «más allá» comparable a la «exhalación de un gas viciado», y luego presenta su propia «fenomenología» que analiza la aparición final trinitaria en la «religión revelada».
Con frecuencia escuchamos que la familia nuclear cristiana es un reflejo de la Trinidad, y lo es; pero por supuesto hay otras diversas e innumerables imágenes en nuestro mundo, aun más de las miles que los grandes místicos como Boehme suponían.
Acerca del autor:
Howard Kainz es profesor emérito de Filosofía en la Universidad Marquette. Sus últimas publicaciones incluyen Natural Law: an Introduction and Reexamination (2004), Five Metaphysical Paradoxes (The 2006 Marquette Aquinas Lecture), The Philosophy of Human Nature (2008) y The Existence of God and the Faith-Instinct (2010)