Por el P. Paul D. Scalia
¿Qué significa ser rey? Esta es la pregunta central en la conversación entre Poncio Pilato y nuestro Señor (véase Jn 18,33-37). Pilato, representante del Imperio Romano, posee cierta autoridad real y desea más, viendo la realeza como una simple cuestión de poder. Para él, un rey gobierna por la fuerza. Jesús, en cambio, está allí como prisionero: encadenado, golpeado, ridiculizado. No tiene país, ejército, armas ni aliados, absolutamente ningún poder. Sin embargo, habla de su Reino.
Pilato, con una visión de realeza en mente, pregunta incrédulo: “¿Entonces tú eres rey?” Jesús, con una visión distinta, responde ambiguamente: “Tú lo dices: yo soy rey…” Como si dijera: “Tú entiendes una cosa por ese título… y yo entiendo otra.” Luego aclara su significado: “Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.” Él reina no con armas, intimidación o amenazas, sino por medio de la verdad.
El deber fundamental de un rey es establecer y mantener el orden en su reino. Pero la manera en que esto se logra lo cambia todo. Pilato lo haría por la fuerza, imponiendo su voluntad sobre los demás. Su orden depende de amenazas y poder. Jesús, en cambio, trae orden al dar testimonio de la verdad. Él, “el testigo fiel” (Ap 1,5), nos invita a aceptar su reinado de verdad porque Él primero ha sufrido por ella.
En el prefacio de esta fiesta, se describe su reino como uno de “justicia, amor y paz.” Cada uno de estos elementos depende de la verdad a la que nuestro Señor da testimonio. Sin verdad, no hay justicia, sino dominación del fuerte sobre el débil. Sin verdad, no hay amor auténtico, sino sentimentalismo. Sin verdad, no hay paz, sino una tregua con el mal.
Su Reino es profundamente personal. Primero, porque Jesús es la Verdad misma. No conocemos la verdad plenamente a menos que lo conozcamos y seamos conocidos por Él. Pero también porque Él desea traer orden a nuestras almas gobernándonos en la verdad. No nos impone su voluntad ni nos amenaza para que nos sometamos. Este Rey desea que sus súbditos sean libres. Y su gobierno nos hace más libres. Al mirarlo, vemos que la verdad realmente trae paz interior, esa tranquilidad que todos deseamos.
Porque todos sabemos que hay desorden dentro de nosotros. Nuestras emociones se enfrentan entre sí, cada una buscando dominar. La ira, la impaciencia, la envidia, la lujuria, la avaricia: todas intentan reclamar la soberanía. No hacemos el bien que deseamos, sino que terminamos haciendo el mal que odiamos. Tratamos de imponer orden por la fuerza de voluntad, y tal vez lo logramos por un tiempo. Pero eso no dura, y finalmente nos damos cuenta de que necesitamos a alguien fuera de nosotros para poner nuestra casa en orden.
Tener a Cristo como Rey es, en primer lugar, una realidad personal: significa permitir que su verdad determine cada aspecto de nuestras vidas. La gran tentación es aceptarlo como Rey, pero solo parcialmente. Tal vez pensamos en Él como un monarca constitucional, una figura decorativa cuya importancia reconocemos mientras hacemos nuestra propia voluntad. Así, lo excluimos de ciertas áreas de nuestras vidas: nuestras finanzas, trabajo, sexualidad, amistades, entretenimiento, y más. Esto significa que seguimos teniendo una vida desordenada, aunque sea un desorden compartimentado que parece más ordenado… por un tiempo.
Luego está la dimensión social de su Realeza. Es significativo que nuestro Señor hable de su realeza con un gobernante secular, como para confirmar desde el principio que su Reino tiene efectos temporales. Su Reino no es de este mundo, pero está en este mundo. “Mi reino no es de aquí,” dice. Una mejor traducción sería: “Mi reino no procede de aquí.” No depende de las fuerzas de este mundo, pero está muy presente en él.
Siempre somos tentados a privatizar nuestra religión, a reconocer a Cristo como Rey solo en nuestras vidas personales. Lo hemos hecho tan bien que algunos han concluido que ya no necesitamos el derecho al ejercicio público de la religión; basta con practicarla en privado. Esta fiesta fue instituida precisamente para proclamar que Cristo Rey debe gobernar toda la sociedad, que solo en su verdad las relaciones humanas encuentran su orden y propósito adecuados. Confinar su Realeza a lo personal es negarla.
El testimonio público de su Realeza no es fácil. Después de todo, el modelo es Jesucristo, de pie injustamente condenado ante Poncio Pilato. Encontramos los medios para hacerlo en la oración después de la Comunión de hoy, que habla de “gloriarse en la obediencia.”
Normalmente pensamos en la obediencia como algo represivo o obligatorio. Pero obedecer a Cristo Rey es algo glorioso. Implica admitirlo en nuestras almas para derrocar el dominio del mal, gobernar nuestras pasiones desordenadas, establecer su Reino y hacernos verdaderamente libres.
Esa obediencia, a su vez, nos lleva ante los demás para dar testimonio, como Él, de la verdad que nos libera.
Acerca del autor
El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y párroco de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.