La severa verdad de la Cuaresma

The Agony in the Garden by Andrea Mantegna, c. 1431-1506 [National Gallery, London]
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Por Grazie Christie

Al comenzar de nuevo la Cuaresma, y con ella el deseo de seguir a Cristo camino del Calvario, me fascina, como a toda la civilización occidental desde hace dos milenios, la Cruz al final de esa cuesta arriba. Es el punto de encuentro de todas las cosas que tememos. Y quizá el mayor misterio de todos los tiempos sea que Dios se colgó de ella.

A lo largo de los años he contemplado por turnos su tormento físico, la soledad de su desolación, el modo en que veía morir a su madre. Esta Cuaresma se me ha abierto una nueva vía de oración en las meditaciones de San John Henry Newman sobre el sufrimiento mental de Cristo. En un torrente victoriano de palabras, Newman me ha hecho consciente, por primera vez, de algo que encuentro absolutamente estremecedor: La realidad de que Dios se hace cargo del pecado, el enemigo mortal de su propia naturaleza.

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Desde mi infancia, he pedido ritualmente misericordia al «cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Cuando lo he hecho, creo que normalmente he imaginado un bulto ordenado de pecados como palos secos atados al lomo de un cordero que vaga balando por el desierto. El cordero es blanco como la nieve, puro y limpio como sólo un cordero puede serlo. El fardo sobre su lomo puede inclinar su columna vertebral con su peso, pero no la mancha, descansa limpiamente sobre ella. Es una imagen bonita, pero algo infantil.

El sermón de Newman de 1852, Mental Sufferings of Our Lord in His Passion, presenta una terrible perspectiva a aquellos que aman a Jesús: que su sufrimiento corporal no fue nada comparado con el intolerable dolor de su alma. Y que esta agonía del alma no resulta de la pesadez del pecado, sino del hecho de ser una invasión, voluntariamente aceptada. Lejos de cargar simplemente con el pecado, abre su naturaleza mortal al ataque del Maligno y deja que las sucias acciones del enemigo se infiltren en Él y lo impregnen.

La incomparable prosa de Newman capta esta faceta de la pasión de Cristo:

Allí, entonces, en la hora más terrible, se arrodilló el Salvador del mundo (…) desnudando Su pecho, sin pecado como era, al asalto de Su enemigo – de un enemigo cuyo aliento era una pestilencia, y cuyo abrazo era una agonía. Allí se arrodilló, inmóvil y quieto, mientras el vil y horrible demonio vestía Su espíritu con un manto impregnado de todo lo que es odioso y atroz en el crimen humano, que se aferraba a Su corazón, llenaba Su conciencia, se abría camino en cada sentido y poro de Su mente, y extendía sobre Él una lepra moral, hasta que casi se sintió a sí mismo como lo que nunca podría ser, y que Su enemigo hubiera querido convertir en él».

Newman continúa describiendo la «Pureza Eterna» sintiéndose como un «sucio y repugnante pecador» aguijoneado por cada gota de esa «masa de corrupción que se derramó sobre Su cabeza», de la experiencia de Jesús mirando Sus manos y viéndolas empapadas en la sangre de millones de inocentes de la historia, viendo a través de ojos profanados por «visiones malignas y fascinaciones idolátricas», Sus labios «mancillados por juramentos y blasfemias».

Todos los viles pecados cometidos antes de aquel día y desde entonces se han posado sobre Él, están sobre Él y en Él, su hedor ahuyentando la «paz inefable que habita en su alma desde el momento de su concepción».

No es de extrañar que durante la Agonía en el Huerto, antes de que el primer latigazo romano le golpeara, la sangre brotara a través de sus ardientes venas y saliera por los poros de su piel, bañando todo su cuerpo y empapando su manto.

Aunque sea difícil pensar en ello, o soportarlo durante mucho tiempo, debemos contemplar esta imagen de la inmensidad de la misericordia de Dios. Tú y yo pecamos, pero apenas nos damos cuenta. Nos sentimos cómodos con nuestra pecaminosidad; ha estado en nosotros y sobre nosotros desde que fuimos formados. Pero el Puro se retorció bajo una agonía ajena, como si Él fuera el criminal.

Sin embargo, Jesús va más allá: como observa Newman, Su sufrimiento incluso «toma la forma de culpa y compunción. Hace penitencia, se confiesa, ejerce contrición (…) porque Él es la Única Víctima por todos nosotros, la única Satisfacción, el verdadero Penitente, todo menos el verdadero pecador».

Newman nos recuerda que Jesús no se permite morir hasta que haya vaciado el cáliz -hasta que se haya hecho plena expiación- por mis pecados, y los tuyos, y los de todos los hijos de Eva cuyos actos han cubierto de vergüenza a nuestra raza.

Se necesita verdadero valor cuaresmal para contemplar esa tristeza más lejana: la muerte de Dios. Mi propio valor a menudo me falla ante vistas mucho menos dolorosas. Pero Cristo murió, nos dice San John Henry Newman, «no de agotamiento corporal, ni de dolor corporal». No, habiendo bebido hasta la última gota, quiso que su atormentado corazón se rompiera, y sólo entonces encomendó su espíritu a su Padre.

Una severa verdad que debemos tener presente durante estos cuarenta días.

Acerca de la autora:

La doctora Grazie Christie es miembro de la The Catholic Association y presentadora de Conversations With Consequences, un programa de radio de EWTN. Vive con su marido y sus cinco hijos en Miami, Florida, donde ejerce la radiología.

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