Por el P. Paul D. Scalia
Sitúate con los Apóstoles en el Cenáculo. Considera las emociones presentes en cada corazón. Estos hombres están en el mismo lugar donde Jesús les dio la Eucaristía y los ordenó sacerdotes. El lugar también donde cada uno de ellos prometió serle fiel hasta la muerte. Una increíble tristeza y vergüenza llenaba ahora sus corazones. Habían descuidado sus dones y le habían fallado miserablemente. Tal vez su vergüenza condujo a recriminaciones mutuas, como sucede tan a menudo.
Luego está la situación fuera del Cenáculo. Las autoridades religiosas que condenaron a muerte a Jesús siguen en el poder. ¿No parece razonable que vengan también a por los Apóstoles? Por último, a estas alturas del Domingo de Resurrección, los Apóstoles han oído hablar de la tumba vacía. Pedro y Juan habían corrido a ella, regresado y reportado que estaba vacía. No es inmediatamente obvio que esto sea una buena noticia. Si está vivo, ¿cómo se acercaría a ellos? ¿Con el perdón o con la condena? ¿Cómo los saludaría? ¿Cómo le saludarían ellos?
Entonces, de repente y sin previo aviso, Jesús vino y se puso en medio de ellos. Es decir, en medio de este miedo, vergüenza y frágil esperanza. No trae condena, ni siquiera regaño. En cambio, trae lo que hoy celebramos. Las palabras y acciones del Señor resucitado en el Cenáculo otorgan y revelan la Divina Misericordia.
En primer lugar, la Divina Misericordia establece la paz: Les dijo: «La paz esté con vosotros«. Para los Apóstoles, escuchar esas palabras debió ser un bálsamo para sus almas torturadas. No volvió para condenarlos, sino para reconciliarlos con Dios. Eso es lo que significa estar en paz: ser uno, una vez más, con Dios. Cristo llevó a cabo esta reconciliación en la Cruz y ahora la revela y amplía con las sencillas palabras: La paz esté con vosotros.
Esta paz tiene varias dimensiones. En primer lugar, los Apóstoles se reconcilian con el Padre por medio de Cristo Hijo. Esta reconciliación no se produce por obra suya, sino por la iniciativa y la misericordia del Padre en el Hijo. Al estar reconciliados con el Padre, se reconcilian también en su interior. Nuestra división con Dios produce una terrible división dentro de nosotros mismos. Nuestra reconciliación con Él produce entonces una paz dentro de nuestros propios corazones, una reconciliación con nosotros mismos. Esto también los pone en paz unos con otros. Porque sólo el que está en paz con Dios y consigo mismo puede estar en paz con los demás.
Todos deseamos la paz y tratamos de lograrla o alcanzarla nosotros mismos. Pero ninguna cantidad de progreso personal o popularidad… ninguna legislación, crecimiento económico o renovación cultural puede producirla. La paz sólo proviene de la obra del Padre a través de Cristo, su Hijo. Es una obra de la Divina Misericordia que debemos rogar al Padre que nos conceda.
En segundo lugar, la Divina Misericordia carga con las heridas del pecado: Cuando dijo esto, les mostró sus manos y su costado. Es decir, les muestra sus heridas, los agujeros de sus manos y de su costado, como Tomás había insistido sabiamente. A diferencia de lo que pasa por misericordia entre nosotros, la Divina Misericordia se toma en serio el pecado. No pasa por alto ni hace caso omiso del mal que hacemos. No es un encogimiento de hombros ni un indulgente «no te preocupes… Todo está bien”. La misericordia divina mira el pecado en todo su horror y, más aún, carga con las heridas de nuestros pecados.
Conoce a fondo nuestros pecados porque le han traspasado a Él. Su misericordia no trivializa lo que hemos hecho. Él guarda las heridas, no para acusarnos o condenarnos, sino para mostrar que su misericordia es más real que nuestros pecados y más fuerte que ellos.
En tercer lugar, la Divina Misericordia tiene poder incluso para resucitar a los muertos: Al decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Este gesto de soplar habría sido tan extraño para los Apóstoles como lo es para nosotros. Pero al menos habrían comprendido su significado. Su aliento sobre ellos no es sólo un gesto o un saludo. Es un signo de lo que realiza su misericordia.
Leemos en el Génesis: el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo. El aliento de Dios nos da vida. Ahora, en la persona de Jesús, Dios sopla sobre los Apóstoles, para mostrar que su misericordia produce una nueva vida, una nueva creación. El soplo de Dios nos da una nueva vida.
Finalmente, su misericordia adquiere una forma concreta: «A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos«. En estas palabras, tenemos el sacramento de la confesión en forma seminal. Jesús otorga a simples hombres el poder de perdonar los pecados y, significativamente, la responsabilidad de discernir qué debe ser perdonado y qué retenido. ¿Cómo sabe un hombre con esa autoridad qué hacer? Bueno, requiere que la persona que busca el perdón dé a conocer su alma y su dolor. A eso lo llamamos confesión.
Y cuantas veces nos acogemos a este Sacramento, Cristo resucitado se nos hace presente, insuflando su nueva vida en nosotros, para que, a su vez, seamos instrumentos y mensajeros de esta misericordia que trae la paz, soporta todas las heridas y resucita a los muertos.
Acerca del autor:
P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde se desempeña como Vicario Episcopal para el Clero y Pastor de Saint James en Falls Church. Es el autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.