Por Matthew Hanley
El ciclo de las noticas ahora gira de forma tan rápida que hasta los temas presentados con gran despliegue publicitario pueden desvanecerse de la vista —y la memoria— en un abrir y cerrar de ojos. Si hace poco usted se perdió la extensa cobertura televisiva de «la Marcha por la Ciencia», a no preocuparse, esta volverá. La narrativa simplemente es demasiado útil como para quitarla: valientes almas que defienden a la ciencia de las fuerzas antediluvianas, hasta que un político iluminado pueda restaurarla a su «justo» lugar.
Con un cercano y encumbrado frenesí, apareció el siguiente titular: «Los peligros de derrotar a la ciencia en la salud internacional». Podría venir de casi cualquier lugar —el Washington Post o el New York Times, MSNBC, NPR— ¿no es verdad? Provino, ay, de aquel otrora bastión de la ciencia, la publicación médica New England Journal of Medicine (NEJM)
Los autores son médicos de Stanford y su queja es endeble y está agotada: la falta de anticonceptivos y la suspensión de la financiación por parte de Estados Unidos para el aborto en el exterior son argumentos imprudentes sin rigor científico que ponen en peligro a la salud.
Artículos como estos no transmiten un interés en resultados objetivos sino en la promoción de una causa motivada por la política, con frecuencia la destrucción de una u otra clase de personas. No es una buena premisa para un argumento, científico o de un tipo diferente. Para apoyar esa opinión, no recurramos al Catecismo sino a otro artículo en el NEJM.
Comienza sin rodeos diciendo: «La ciencia bajo la dictadura se vuelve subordinada a la filosofía que guía a este régimen». Identifica el principio rector, que es de «utilidad racional», como hegeliano en su naturaleza y lamenta que haya «reemplazado a los valores morales, éticos y religiosos».
Eso no es algo que en general se mencione al pasar. ¿Entonces cómo reconciliamos, en la misma publicación médica, estos artículos radicalmente diferentes?
Bueno, supongo que debería mencionar que el posterior databa del año 1949. Su título era: «Medical Science Under Dictatorship» [La ciencia médica bajo la dictadura]. Escrito por el doctor Leo Alexander, un colaborador del Código de Núremberg, fue un reflejo de su investigación sobre la complicidad de la profesión médica (en ese entonces todavía no se hablaba de «comunidad») en los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Alexander acentuó la asombrosa rapidez de la decadencia en la ética profesional, manifestada en la extirpación sistemática de los inútiles, indeseables, enfermos crónicos y desleales. La «ciencia» médica en esa época encontró diagnósticos tales como «persona con odio inveterado hacia los alemanes» para facilitar su matanza.
El programa de investigación médica en general se concentraba en «destruir y evitar la vida». De hecho, Alexander se refiere a esta clase de emprendimiento como la «ciencia de la aniquilación». La conclusión de que es bueno ser enemigo de «la ciencia» en dicho contexto parecería ser un imperativo moral.
Incluso acuña la palabra «ktenology» para esta llamada ciencia del asesinato; puede que no esté en los diccionarios de todos, pero con los medios que utilizamos en la actualidad —y buscamos para mañana— para llevar por delante a la vida, algún tipo de término debería ser de uso común. («Cultura de la muerte» puede ser el más cercano).
Los abusos del régimen nazi obviamente alcanzaron proporciones masivas, pero lo que se volvió evidente para los investigadores como Alexander fue que «habían comenzado con pasos muy pequeños». Empezaron con solo un sutil cambio de actitud: una aceptación de la premisa básica del movimiento de la eutanasia acerca de que algunas vidas son un gasto sin sentido; lo mejor es despacharlas.
No todos cedieron. Los médicos holandeses (ocupados) no creyeron los pedidos en apariencia inocuos, resistieron adulaciones y soportaron brutales ofensivas, pero no participaron en eutanasia o esterilizaciones. El Tercer Reich hace mucho que ya no está, sin embargo desde entonces, Holanda se volvió el punto de partida de la eutanasia, lo que sugiere que las ideas que los nazis apoyaban —al menos su utilitarismo «a sangre fría»— han triunfado, de la misma manera en que la norma de tipo soviético perdura en los absurdos de la corrección política.
El artículo de Alexander narra muchos sucesos perturbadores, aunque es edificante debido a su lucidez. Leerlo es similar a mirar una antigua película en blanco y negro a la que los años le sentaron; o a cualquier cosa que provoque un sentimiento de exilio. Puede que las fronteras no hayan cambiado pero el panorama de ideas sí lo hizo, a tal alcance sísmico que el presente en vez del pasado, como dicen, se convirtió en un país extranjero.
El «mismísimo» NEJM causó un pequeño revuelo el mes pasado, al dar lugar a la opinión de que «las sociedades profesionales deberían declarar que la objeción de conciencia no es ética» por parte del médico ahora devenido en político Ezequiel Emanuel.
Este habla acerca de oponerse a diferentes medios de destruir, evitar o mutilar la vida humana que entra en su retorcida denominación de «cuidado»; medios que Alexander había ridiculizado cuando Núremberg era un recuerdo dolorosamente fresco. Entonces usted leyó bien: Emanuel dice que no debería ser ético cuestionar estas cosas; su apología llega, como Wesley Smith lo menciona de manera sucinta, a la exigencia de que los defensores de la vida dejen la medicina.
Trazar paralelos a las atrocidades de los nazis a veces puede ser demasiado elaborado. Sin embargo, las perspectivas de Alexander en las actitudes que causaron el desastre sí parecen bastante aplicables a la mentalidad de Emanuel y su calaña. En verdad parecen intentar lo que Himmler exigía y por último consiguió: la cooperación de médicos y la ciencia médica alemana en monstruosidades patentes consideradas necesarias para avanzar a un más extenso (y por supuesto sin rigor científico e inhumano) plan.
Emanuel busca revivir la táctica intimidatoria que Alexander condenó: «cualquier atisbo de pusilanimidad o falta de entusiasmo por los métodos de la norma totalitaria es considerado una amenaza al grupo entero». Como aquellos que lo precedieron en la ignominia, Emanuel intuye que el que no mate será un peligro para los designios —y malas conciencias— de aquellos que sí lo harán.
Que «científicos» como Emanuel deseen un tipo de «progreso» que abandone los valores del Código de Núremberg deberían darnos una pista. En lo que él y su grupo están interesados es, parafraseando a C. S. Lewis, el poder ejercido por algunos hombres —como ellos— sobre otros hombres, con la «ciencia» como su instrumento. En última instancia están empeñados en la conquista final que Lewis imaginó: La abolición del hombre.
Eso es contra lo que deberíamos marchar.
Acerca del autor:
Matthew Hanley es miembro emérito en el Centro Nacional Católico de Bioética (NCBC, por sus siglas en inglés). Junto con el doctor Jokin de Irala es autor de Affirming Love, Avoiding AIDS: What Africa Can Teach the West, el cual recientemente ganó el premio al mejor libro de la Catholic Press Association. Las opiniones aquí expresadas son las del Sr. Hanley y no las del NCBC.