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La llegada de la Navidad

The Dream of St. Joseph by Luca Giordano, c. 1700 [Indianapolis Museum of Art]
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The Dream of St. Joseph by Luca Giordano, c. 1700 [Indianapolis Museum of Art]
The Dream of St. Joseph by Luca Giordano, c. 1700 [Indianapolis Museum of Art]

Por Regis Martin

« ¡Gran pequeño, de quien todo abrazo nace!
Eleva la tierra al cielo, trae el cielo a la tierra».
Richard Crashaw

Cuando nuestros niños eran muy pequeños y soñadores, de vez en cuando les contaba la historia del joven Henry, cuya madre le empacaba un pequeño almuerzo antes de enviarlo a explorar un mundo lejano y peligroso. Le aguardaban grandes aventuras detrás de cada árbol y arbusto. Por supuesto, al tener cuatro años, sus viajes solo llegaban hasta el jardín de la casa. El lugar perfecto para un niño, si lo pensamos bien, deseoso de enfrentar riesgos tanto desconocidos como seguros.

G.K. Chesterton seguramente hubiera estado de acuerdo. En Orthodoxy, ese apasionante gran libro, pregunta « ¿Qué podría ser más agradable que sentir en los mismos escasos minutos todo el terror emocionante de viajar al exterior combinado con toda la seguridad humana de volver a casa de nuevo?».

Es la pregunta que todos debemos enfrentar, dice, y aquellos que se rehúsen a luchar con esta nunca crecerán. Lo explica en su habitual manera ocurrente:

¿Cómo estar asombrado por el mundo y sin embargo, a la vez, sentirse en él como en casa? ¿Cómo puede esta rara ciudad cósmica…darnos al mismo tiempo la fascinación de una ciudad extraña y el confort y honor de estar en la nuestra propia?

Resuelva aquel acertijo, predice, y habrá satisfecho el deseo más profundo del corazón, el cual es comprender «lo familiar y lo desconocido que el cristianismo bien llama romance».

¿Y qué es esto que Chesterton llama cristianismo? Cuán pintoresca suena la palabra a nuestros oídos posmodernos. ¿Y dónde es que se encuentra? Entienda, el truco es mirar más allá de eso, al Dios que al convertirse en un niño pequeño (aun más joven que Henry) lo hizo nacer y florecer; cuya llegada entre nosotros brinda el único romance permanente y real que el mundo alguna vez conoció.

Puede ser que los acuerdos sociales que surgieron como resultado de Dios convertido en hombre —el cristianismo, en otras palabras— hoy estén tan muertos como las hojas en un frío día de diciembre. No obstante, Él no muere, ni se alejará solo porque desviemos nuestra mirada de la cuna donde todo comenzó.

Por lo tanto, es a Dios a quien primero debemos buscar para conseguir certeza y alegría. No a algún arreglo político, aunque sea útil para apoyar un orden social donde, como Dorothy Day solía decir, a los hombres les es más fácil ser buenos. Entonces, por supuesto, agradezca la conservación de ese orden, que inició con afán un emperador converso allá por el siglo IV y, sí, trabaje sobremanera para su restauración; pero brinde a Dios su lealtad y amor.

Mientras tanto, el romance acerca del cual escribe Chesterton, sin importar las instituciones que se materializaron a su alrededor, precisamente comenzó en un lugar tan poco atractivo como ningún otro en el planeta. Solo pregunte a los Reyes Magos cuyas peregrinaciones el poeta Eliot describe en «El viaje de los Reyes Magos»: «Una fría jornada la que tuvimos, /justamente la peor época del año/para un viaje, y un viaje tan largo…» Y cuando por fin llegan al lugar —«al caer la noche,» nos cuentan, «en el momento justo», entre el ganado y las ovejas amuchadas en un pequeño establo en el fin del mundo, nace un niño. «Fue (se podría decir) satisfactorio».

Olvide el aspecto del lugar, el ruido y el frío y la suciedad que rodeaban la escena, la aparente insignificancia de los personajes en el cuadro, y fije su mente en el hecho mismo. ¿No brinda la conjunción perfecta, la conexión por completo ideal entre aquellas dos cosas que Chesterton insiste deben estar presentes para una vida en la que suceda el «romance factible»?

Para que el romance real funcione, nos comenta, tiene que existir esta feliz y precisa…
…combinación de algo que es desconocido con algo que es seguro. Necesitamos eso para ver al mundo como la mezcla de una idea de asombro y una idea de bienvenida. Necesitamos ser felices en este país de las maravillas sin estar ni una vez tan solo cómodos.

¿En dónde más sino en Belén ocurre eso? Está el escenario de la Encarnación, de un evento tan inmenso y de amplio alcance, tan demoledor de horizontes en su impacto, que nada en la naturaleza o historia o la condición humana jamás será igual. «Esa lóbrega noche abrazaba el lugar», cuenta Richard Crashaw, ese poeta en extremo talentoso del barroco católico: «Adonde el Noble Infante se dormía. /Miró el Niño hacia arriba y nos mostró su Rostro; /Y a pesar de las sombras, era día».

Por cierto, ha sido día desde entonces; y las ruedas, bueno, siguen girando y girando. San José con certeza dará testimonio de eso. Por qué lo hicieron girar su vida entera. Fue la gran aventura en la cual se encontró inmerso casi desde el comienzo. Solo otra persona, una doncella a la que pidió en matrimonio, conocía los acontecimientos que cambiarían el mundo en forma drástica.

Entonces José, al despertarse con la sorpresa de un ángel que lo invitaba a que le diera la bienvenida a un niño cuya madre sería su esposa, debe garantizar la seguridad de ambos. ¿Quién podría imaginar un llamado tan encantador, pero situado en circunstancias tan comunes en apariencia? Al ver esa gracia entre tanto valor, también conseguimos disfrutar la gloria.

Solo Dios podría contar semejante historia.

Acerca del autor:

Regis Martin es profesor de Teología y profesor asociado con el Veritas Center for Ethics in Public Life en la Franciscan University of Steubenville. Es autor de seis libros, incluido, más recientemente, The Beggar’s Banquet (Emmaus Road), vive en Wintersville, Ohio con su esposa y diez hijos.

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