La Iglesia Católica y el antirracismo

The Virgin of Guadalupe (Black Madonna) by an unknown artist, 1745 [Wellcome Collection, London]
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Por Casey Chalk

La periodista Nikole Hannah-Jones, creadora del influyente «Proyecto 1619», afirmó en una ocasión que «la raza blanca es la mayor asesina, violadora, saqueadora y ladrona del mundo moderno». Naturalmente, también rechaza las críticas a su obra como motivadas por el racismo. El autor de bestsellers Ibram X. Kendi ha tachado de igual modo a sus interlocutores de intolerantes, y en 2020 insinuó que la adopción de dos niños negros por parte de la entonces candidata al Tribunal Supremo Amy Coney Barrett era una especie de colonización blanca. La cofundadora de Black Lives Matter Patrice Cullors -que utilizó fondos de BLM para financiar su extravagante estilo de vida– ha acusado a sus críticos no solo de racistas, sino también de querer asesinarla.

Estas son algunas de las voces más destacadas del movimiento antirracista estadounidense, y los ejemplos anteriores son representativos de cómo los líderes antirracistas suelen responder a las críticas, incluso moderadas, de sus ideas: sin fundamento, con viles ad hominem. Lo cual, como cabría esperar, complica los esfuerzos por debatir de forma productiva la veracidad o utilidad del proyecto antirracista.

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Como afirma el propio Kendi en su libro Cómo ser antirracista: «O se permite que persistan las desigualdades raciales, como racista, o se hace frente a las desigualdades raciales, como antirracista. No existe un espacio intermedio seguro de ‘no racista'». Léase: si no aceptas sumisamente lo que vende Anti-racism Inc. (¡que no es barato!), entonces eres un racista e intolerante, o un facilitador de racistas e intolerantes.

El diácono Harold Burke-Sivers, autor de Building a Civilization of Love: A Catholic Response to Racism, es consciente de este problema: «Desde que el movimiento Black Lives Matter adquirió prominencia, he criticado abiertamente lo que defienden, hasta el punto de no ver ningún propósito en entablar un diálogo con ellos». Y sin embargo, continúa Burke-Sivers, «ahora creo que los católicos deberían estar abiertos a establecer un diálogo con BLM, por difíciles que puedan ser esas conversaciones… No hay nada malo en mantener un diálogo abierto y honesto con aquellos con los que no estamos de acuerdo». ¿Se puede tener un diálogo abierto y honesto con aquellos cuya respuesta por defecto es atacar o tergiversar las críticas como provenientes de la mala fe?

Es una postura curiosa la del diácono Burke-Sivers, dado lo bien que entiende el antirracismo. Su capítulo sobre la Teoría Crítica de la Raza, por ejemplo, traza cuidadosamente los orígenes marxistas de ese movimiento intelectual, y luego explica cómo la TCR es incompatible con el catolicismo y, más ampliamente, con la enseñanza bíblica. Señala que la TCR sostiene que el racismo es una cualidad inherente y preternatural de la condición humana que es imposible eliminar, en lugar de un resultado del pecado original.

Esto pone a la TCR en contradicción tanto con el cristianismo histórico y ortodoxo como con la ley natural y su concepción del vicio y la virtud. Además, en su énfasis en abordar los sistemas y las estructuras de poder excluyendo a los individuos y sus elecciones, la TCR elude la realidad de la culpabilidad personal, ya sea por parte de los blancos victimarios o de las «personas de color» victimizadas.

Su tratamiento de BLM -hijo tanto del marxismo como de la TCR- es igualmente contundente. Citando su propia página web, Burke-Sivers argumenta que «BLM está utilizando el prejuicio y la injusticia racial como caballo de Troya para avanzar en su verdadera agenda: la promoción y normalización de opciones de estilos de vida alternativos, así como la destrucción del núcleo familiar». Señala acertadamente la hipocresía de la política dogmáticamente proabortista de BLM, que provoca la muerte de cientos de miles de vidas negras en el útero cada año. Critica la aversión de BLM a lo que denomina «el requisito de la estructura familiar nuclear prescrita por Occidente», un temerario error de apreciación de lo que aflige a la América negra, dado que alrededor del 70% de los niños negros en América nacen de madres solteras.

El capítulo sobre la Teología de la Liberación (y, más inmediatamente relevante para el libro, la Teología de la Liberación Negra), es un poco menos coherente. Tras censurar acertadamente la Teología de la Liberación por sus raíces (y premisas) marxistas y su tendencia a promover la igualdad mediante la violencia, Burke-Sivers analiza a James H. Cone y su obra de 1970 A Black Theology of Liberation (Una teología negra de la liberación). Cone enseña, entre otras cosas, que «la blancura es el símbolo del Anticristo», mientras que «la libertad significa una afirmación de la negritud. Ser libre es ser negro». La antropología y la teología de Cone, concluye Burke-Sivers, parecen no tener «ninguna base doctrinal, sino que son simplemente un ataque ad hominem contra los blancos». Pues sí, además de absurdo y ofensivo.

Sin embargo, en respuesta a la pregunta «¿Puede, entonces, utilizarse la Teología de la Liberación Negra en una respuesta católica al racismo?» Burke-Sivers responde, sorprendentemente: «Creo que la respuesta es tanto sí como no». La razón de ello, además del hecho de que este movimiento intelectual fomenta el antagonismo racial al tiempo que resta importancia al pecado individual, es porque la Teología de la Liberación Negra puede potencialmente «[dirigir] a los fieles hacia una comprensión y apreciación más profundas de la experiencia negra».

Burke-Sivers cita como ejemplo el trabajo de M. Shawn Copeland, quien explica que la teología católica negra evalúa situaciones sociales, políticas, económicas y culturales, así como «tradiciones, símbolos y estructuras eclesiásticas» católicas, para revelar «historias de represión».

Sin embargo, la teología no es propiamente el estudio de la sociedad, la política, las economías o las culturas. Es el estudio de las cosas divinas. Interpretar la teología católica, o cualquier teología cristiana para el caso, a través de estas lentes sociológicas, es someter el estudio de Dios a los mismos métodos marxistas de la teoría crítica que Burke-Sivers tan expertamente expone y refuta. (Eso podría explicar por qué Copeland en 2021 afirmó sin rodeos que BLM «es lo que parece la teología»).

La Teología de la Liberación Negra, entonces, aunque comunica algo sobre la experiencia de algunos cristianos negros, parece la herramienta equivocada para mejorar la comunión entre las comunidades cristianas negras y no negras, por muy digna que sea esa empresa.

Es cierto, como escribe Burke-Sivers, que los católicos negros, como todos los cristianos negros de América, se han enfrentado a menudo a una «lucha por ser reconocidos, acogidos y aceptados como personas humanas». Sin embargo, parece poco probable que abordemos esas luchas en diálogo con aquellos cuyos orígenes marxistas y racialistas son tan decididamente anticristianos.

Si las palabras y los comportamientos de los líderes del movimiento antirracista sirven de indicación, ya tenemos pruebas suficientes para predecir cómo se desarrollarán esas conversaciones.

Acerca del autor:

Casey Chalk es el autor de The Obscurity of Scripture y The Persecuted. Colabora con Crisis Magazine, The American Conservative y New Oxford Review. Es licenciado en historia y magisterio por la University of Virginia y máster en teología por el Christendom College.

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