Por David Warren
Para todos los santos que puedo recordar, y me atrevería a decir que para todos los santos en general, un trabajo en política parecería altamente inadecuado.
Viéndolo solo desde el punto de vista de un ejemplar «San X», por así decirlo: su incursión en la política sería contraproducente, hasta el punto de ser errónea.
¿Qué tendría que hacer para alcanzar la santidad, mientras deja su huella en este oficio tan debilitante? ¿De qué manera podría contribuir a la salvación de alguien?
«Salvar» a alguien en un sentido político significa contribuir a su supervivencia o a la recuperación de su fortuna. Estas son cosas mundanas. Un ciudadano puede necesitar comida o medicina, pero cuando estas cosas se obtienen por métodos políticos, obtenemos los efectos habituales del socialismo.
Más a menudo, lo que necesita es simplemente dinero, y al proporcionárselo con el fruto de los impuestos públicos, sin exigirle nada a cambio, obtenemos los efectos habituales de la inflación.
Estos no son meros inconvenientes. San Pablo fue muy claro: “el que no trabaja, que no coma”. Pero él no era un político; nunca habría sido elegido con una promesa como esa.
Por supuesto, hay actos de caridad y gracia. La tradición religiosa, específicamente la cristiana, los fomenta. No todo debe hacerse por dinero.
Los médicos (ya sean empleados del Estado o no) a veces son considerados santos por los pacientes cuyas vidas han salvado; y no querría condenarlos, ni siquiera adoptando una postura de cascarrabias.
Pero la mera supervivencia, o la recuperación de la salud o la riqueza de alguien, no es lo mismo que la santidad.
Tampoco lo es, en el camino hacia estos fines buenos, el lograr que se imponga nuestra voluntad en la política, sin importar el medio que lo consiga (por lo general, una retórica engañosa).
Por alguna razón, personas como Mahatma Gandhi o Martin Luther King Jr. son citadas compulsivamente como ejemplos de santidad en la política. Más antiguamente, se hablaba de la sinceridad de George Washington cuando cortó el cerezo de su padre, y hay otras leyendas sobre su honestidad y buen comportamiento.
Pero realizar actos de verdadera santidad –como detener los abortos, por ejemplo– es más controvertido y «no se hace» en la política democrática, excepto en promesas vacías. Porque los electorados no tienden a ser santos, ni una multitud sin gobierno puede realizar un acto santo.
Por otro lado, San Juan Pablo II podría ser considerado un político y, específicamente, un político santo, cruzando desde su «trabajo diurno» como Papa hacia numerosos logros en el mundo.
Pero Wojtyła no fue un santo en el sentido meramente coloquial, mucho menos solo por su posición en la jerarquía. Se comportaba con rectitud mucho antes de ser elevado al papado; y si se hubiera quedado en Polonia, también habría sido santo. O, al menos, podría haber sido reconocido como tal, dependiendo de quién fuera el «Su Santidad» en Roma.
Es lamentable que el hábito moderno de canonizar a cada Papa fallecido haya desdibujado la distinción entre santidad y eficacia política. (Nuestros antepasados católicos sabían mejor que nosotros en este aspecto).
Se podrían mencionar otros ejemplos magníficos de este “cruce” entre política y santidad en la historia de la Iglesia, pero la política eclesiástica no ha sido, en general, el medio para engendrar santos ni una fuente de la mejor inspiración.
Es probable que actos santos «detrás de escena» hayan impedido o, al menos, distraído a ciertos caballeros de convertirse en Papa.
No hay notas al pie que documenten acciones como estas, manifestadas en secreto; pero por el momento, consideremos los «negativos» que pueden ser santos. Así podríamos entender por qué Nuestro Señor permite que el mal continúe (incluyendo el mal que hacen los políticos).
Las fuerzas positivas requieren fuerzas negativas. Son lo que hace posible que se declare la victoria.
La ambición mundana está excluida de la carrera del santo, como los cristianos bien saben, por una razón. Esto se debe a que el santo trabaja por una victoria divina, que no puede preverse, excepto por «divinación». Nosotros solo vemos las batallas, y apenas; Dios ve la guerra completa.
En la política secular, o más bien profana, el estadista exitoso debe deslizarse hasta la cima del poste resbaladizo, sin importar de qué tipo de circunscripción emerja. Es un espectáculo circense que generalmente se oculta a la vista de sus admiradores, o se suprime en los medios (siempre falsos).
Dios, sin embargo, tiene un papel en la formación de los santos, y aunque quizás no literalmente, puede arreglar algunas levitaciones. No es necesario que todo éxito provenga del engaño, ni es inevitable que todo engañador tenga éxito. Los trucos de magia no tienen nada que ver con el «arte de la santidad».
Este es un punto que muchos pueden disputar, pero los milagros son fáciles de distinguir de los trucos de magia, incluso en los asuntos públicos. Se caracterizan por no ser ostentosamente interesados.
La modestia es más adecuada para quien no es un hacedor de milagros. No duda de Dios –eso no se le exige–, pero sí duda de las políticas que está prescribiendo. Si es cristiano, debe ser consciente de que la mayoría de los programas políticos (al menos nueve de cada diez, y posiblemente los diez) tendrán consecuencias imprevistas, y hasta las consecuencias previstas deberían evitarse.
Por eso, la mejor política consiste simplemente en deshacer lo que ha hecho el otro bando: eliminar regulaciones y retirar impuestos. No hay un argumento económico válido a favor de la interferencia del gobierno, ni siquiera contra la corrupción; solo existe el argumento moral de prevenir el mal.
Es por eso que, aunque Donald Trump no es un santo, me alegraron las cientos de órdenes ejecutivas con las que anuló todo lo que Joe Biden había hecho. Lamentablemente, temo que pueda intentar hacer cosas por su cuenta.
La profundidad de la frase de Cristo «dad al César lo que es del César» no radica en que lo que quiere el César sea generalmente malo, ni en que, dado su carácter, el César nos oprimirá. Sino en que, aparte de su deber de mantener el orden en el mundo, no tiene otra instrucción especial más allá de la que se ha dado a «todo hombre». No tiene una misión especial para interponerse en el camino de Dios.
Lo que, curiosamente, significa que él también puede ser santo, del mismo modo que cualquier hombre puede serlo.
Acerca del Autor
David Warren es exeditor de Idler Magazine y columnista en periódicos canadienses. Tiene amplia experiencia en el Cercano y Lejano Oriente. Su blog, Essays in Idleness, puede encontrarse en: davidwarrenonline.com.
La religión es una excelente herramienta en manos de Trump para conseguir votos. La verdadera religiosidad hubiera estado en agradecer a la obispa Mariann por sus palabras en defensa de los pobres y no ese gesto torcido de desagrado frente a unas palabras que brotaban de la esencia misma del Evangelio. «Bienaventurados los pobres». A Trump esto le debe de sonar como especie de herejía laica, porque él ha sido elegido mayormente por los ricos y para los ricos.