Por Randall Smith
Hay una pequeña cafetería en la que trabajo a menudo, y sirve chocolate delicioso con su café (o café decente con chocolate delicioso, elija). Es lo que se conoce como un «café de chocolate», un maravilloso invento de la modernidad que atestigua el ingenio infinito de la humanidad y el hecho de que la modernidad no es tan errónea. Buen espresso y buen chocolate, todo en un solo lugar, y Wi-Fi gratuito. Es como un pedacito de cielo.
Y sin embargo, incluso en mi pedacito de cielo, hay recuerdos de que vivimos en un mundo caído. No es la gente comiendo Banana Split o helados tan grandes como sus cabezas. La vida es demasiada corta para no disfrutar de tales dulces con moderación. Los problemas surgen de las violaciones ocasionales de los códigos básicos, no escritos del comportamiento público.
Así que, por ejemplo, en esta pequeña tienda de café y chocolate, los propietarios gentilmente solían dejar un vaso lleno de granos de café espresso cubiertos de chocolate del que los clientes podían servirse a sí mismos, es decir, hasta que un pequeño subconjunto de clientes empezó a abusar del privilegio. Las personas que trabajan en el mostrador me dijeron que algunas personas venían y arrojaban medio vaso de chocolate en una bolsa y se iban.
Un día, un hombre joven tomó la cuchara con la que todos cuidadosamente sacan uno o dos granos en sus manos, lo hundió profundamente en el vaso de chocolate, se lo metió directamente en la boca y luego lo hundió de nuevo en el vaso común. Valga decir que los trabajadores tuvieron que tirar todo el vaso a la basura.
Es angustiante ver el grado en que cada vez más personas en la sociedad estadounidense piensan que es un comportamiento aceptable tratar cualquier bien público con desprecio. El resultado es que todos nosotros tenemos cada vez menos cosas buenas en el ámbito público, y nuestros espacios públicos se han vuelto menos y menos agradables para la vida cívica. La indignidad particular que se halla en la esfera pública muchas veces no es grande: un poco de grafiti pintado aquí, una lámpara rota allá, algunas flores aplastadas en un lecho de flores en otro lugar. Pero el efecto cada vez más grave en el ethos público y el efecto de abaratamiento en nuestra vida pública es grandioso.
Mientras escribo, hay algún caballero que está usando su computadora para desplazarse por las selecciones de música. Tan pronto como una canción se pone en marcha, con alto volumen, él decidirá que no es lo que está buscando y hará clic a otra.
Luego están las personas que mantienen conversaciones en voz alta en sus teléfonos celulares en público, a veces sobre los asuntos más privados. Una estudiante mía me informó que tenía un compañero de cuarto que atendía llamadas a las 2 de la noche. Estas personas no reconocen la diferencia entre el comportamiento apropiado para espacios cívicos y el comportamiento apropiado solo para espacios privados.
No se trata de la etiqueta victoriana del tipo «Mi bella dama” (“MyFair Lady”). Se trata de preservar un espacio público que todos puedan disfrutar, donde todos se sientan seguros y protegidos, y que a su vez sea hermoso y acogedor para todos. Cuando se rompen las reglas básicas de la etiqueta pública, uno puede decir instintivamente que lo que se ha perdido es una apreciación del Bien Común.
De hecho, la misma noción del Bien Común se ha vuelto cada vez más inconcebible para nuestra cultura de individualistas radicales, para quienes la interpretación más común del «bien común» es insistir en que no es más que la suma agregada de los bienes individuales. Desde este punto de vista, cuanto más diversión estridente tengo, más agrego a la suma total. Es como decir que si grito o hablo durante una película, todos disfrutan más. Pero no es así.
Disfruto lugares públicos. No me podría imaginar escribir sin tener seres humanos a mi alrededor. Pero cuando alguien trata nuestros espacios públicos comunes como si nadie existiera en el mundo sino él o ella, todos los demás sufren.
Uno siempre puede hacer lo que quiera con su propio hogar: pintar grafiti en sus propias paredes, reproducir música tan fuerte como toleren sus vecinos, hablar con su hermana sobre su vida sexual allí. Sin embargo, cuando sale de esas puertas, debe pensar en ser cortés con otras personas, del mismo modo que van a tener que pensar en ser cortés con usted.
El filósofo Immanuel Kant creó una ética basada en lo que él llamó «el imperativo categórico», que fue algo como esto: «Actúa solo de acuerdo con esa máxima por la cual podés al mismo tiempo hacer que se convierta en una ley universal». En otras palabras, hacé algo solo si crees que todos deberían hacerlo.
Nunca he encontrado esta versión del imperativo categórico de Kant tan útil, pero a veces me gustaría desear que la gente se detenga y se pregunte sobre su comportamiento público: ¿Qué pasaría si todos hicieran lo que estoy haciendo en este momento? ¿Continuará existiendo el buen ambiente que disfruto ahora si rompo esta lámpara o dejo grafiti en esta pared? ¿O será este lugar como los otros lugares feos por los que vine a escapar? ¿Cuáles son las consecuencias inevitables de mis acciones? ¿Cómo me gustaría si alguien me hiciera esto a mí o a mi casa?
La etiqueta y la cortesía son el aceite que lubrica el motor social. Un espacio cívico pacífico, armonioso y diverso es un don que sigue dando. Nos permite sentir a todos como si, en un sentido importante, estuviéramos viviendo entre amigos y colegas, en lugar de luchar contra competidores insolubles en una «guerra de todos contra todos» de Hobbes.
Cuando las personas tratan nuestros espacios cívicos comunes con desdén y desprecio, se les debe reprender suavemente para que les enseñen qué tipo de comportamiento es el adecuado. Y si no aprenden, deben ser expulsados, suave pero firmemente. Aquellos que no pueden apreciar un don no deberían tenerlo. Y no se les debe permitir destruir el disfrute delos demás.
Acerca del autor
Randall B. Smith es el profesor de Teología de Scanlan en la Universidad de St. Thomas en Houston. Su libro más reciente, “Leyendo los sermones de Tomás de Aquino: Una guía para principiantes”, ya está disponible en Amazon y en Emmaus Academic Press.
Yo he sentido esa falta de etiqueta en los restaurantes donde van mamás y dejan llorar a sus niños sin indicarles que está en un lugar público, en las iglesias donde los niños corretean y en los eventos religiosos donde las mamás van repegadas y desvestidas, en la playa donde la gente se desviste e impone a los demás su dessvestimiento sin recato, en las conversaciones entre amigos con majaderías con voz fuerte que se escuchan en todos lados, en la tv donde se está viendo un noticiero y aparece una escena privada con vocabulario soez, etc., etc.
La Virgen de La Sallette advirtió de estos tiempos donde sería inundada la tierra de lecturas, modas y palabras soceces.
Efectivamente, María A. En una democracia no se buscan mejores personas, sino gente con cualificación técnica y por eso se incita constantemente desde la publicidad a las ideologías con la monserga de «sé tu mismo» o «busca tu felicidad» jamás el ten consideración con el que está a tu lado. Como mucho «respeta las ideas de los demás» que, traducido y al no haber caridad por medio, se traduce en un «tú a lo tuyo y yo a lo mío».
Eso se aprende en casa. Por muy humilde que sea.