En el Reino del Ruido

“The Lady, the Dwarf, and the Tragedian” from C.S. Lewis’ The Great Divorce. Illustrated by Bernie Zuber.
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Por Francis X. Maier

He aquí un dato curioso: en diciembre de 1990, el planeta tenía exactamente un solo sitio web, creado por Tim Berners-Lee, inventor de la World Wide Web. Un año después, había 50. Para diciembre de 1993, eran 623; en enero de 1996, 100,000; en abril de 2008 (cuando comenzó The Catholic Thing), 162 millones. Hoy, el número supera los 1,100 millones. Aproximadamente el 4 % de esos sitios están relacionados con la pornografía. Previsiblemente, dado lo escabroso de la naturaleza humana, las búsquedas relacionadas con pornografía son mucho más frecuentes. Pero en general, para bien o para mal, ahora resulta casi imposible imaginar (o recordar) un mundo sin búsquedas en Google, compras en Amazon y videos desquiciados de YouTube como The Sound of Music: Action Recut.

Menciono esto porque los seres humanos tenemos un talento especial para meternos en problemas que deberíamos haber previsto. He aquí un ejemplo.

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Uno de los hombres que moldeó mi pensamiento en la adultez fue el académico de medios Neil Postman. En 1996, cuando Internet estallaba, tuvimos la primera de varias conversaciones. Como adicto neófito a la tecnología —yo mismo me había enseñado a usar Linux y la línea de comandos (CLI)—, hablaba entusiasmado sobre el impacto democratizador de la web; cómo horizontalizaría las estructuras de poder; cómo todos podrían ahora tener voz en los asuntos mundiales, la gobernanza nacional, etc.

Postman, autor de Divertirse hasta morir y Technopoly, me escuchó con paciencia. Luego sugirió que demasiada información, demasiado cruda, demasiado dispersa, demasiado ruidosa, proveniente de demasiadas fuentes, tal vez no traería buenos resultados. Cuanto mayor y más rápido el flujo de información, más oportunidades para la confusión y el conflicto. Y cuanto más confusión y conflicto, más necesidad de curadores.

Y los curadores —electos, expertos o no—, dijo, vienen en todos los sabores, incluidos los desagradablemente autoritarios o engañosos, como lo demostró la experiencia del COVID. Postman estaba lejos de ser autoritario en política. Era secular y liberal en el sentido clásico. Simplemente preveía el potencial de anarquía en una cultura abrumada por nuevas herramientas e incapaz de digerir el tsunami de nuevas ideas, ambigüedades y apetitos que estas generan. Entendía que la fragmentación inevitablemente genera ansiedad y necesidad de un poder centralizado que compense el caos cultural.

Postman murió en 2003, antes del nacimiento de Facebook (2004), Twitter, ahora X (2006), Substack (2017) y Bluesky (2019). El torrente de información que despertaba su preocupación solo ha aumentado —exponencialmente—. Para ser justos, mucho de este contenido es bueno. Facebook conecta familias y amigos. Existen miles de excelentes recursos religiosos en línea (incluidas publicaciones como esta). Substack alberga el trabajo de voces nuevas y consolidadas como Matthew Crawford, Iain McGilchrist, N.S. Lyons, Paul Kingsnorth, Nathan Pinkoski, Mary Harrington y muchos otros; escritores que pueden decir lo que quieren, cuando y como quieran.

El problema es que estos mismos formatos también alojan una generosa cantidad de desequilibrados, mentirosos y odiadores… que también dicen y argumentan lo que quieren en el mismo espacio. Rastrear la realidad verdadera —las noticias y opiniones que componen una comprensión veraz del mundo— se vuelve tan difícil como atrapar hechos en un túnel de viento de fuerza huracanada. El resultado es fatiga, tribalismo y (con demasiada frecuencia) resentimiento.

La cultura del agravio es venenosa. También es autoalimentada, como una colonia de garrapatas en los rincones secretos del corazón, porque siempre hay otro opresor que denunciar y acusar. Es cierto que la ira no siempre es mala. Es una respuesta natural ante la maldad y la corrupción. En Lucas 19,45, el mismo Jesús muestra una ira justa hacia los cambistas del Templo.

Pero la ira es, por naturaleza, corrosiva. Se siente bien de una forma fea, porque a menudo involucra un ejercicio moralizante que refuerza sutilmente el ego: Me han maltratado, o veo a otros maltratados. Quiero justicia. Exijo justicia, ahora. No me importa el costo. Y quiero que los transgresores sean castigados. Así que déjame contártelo —en línea—.

El resentimiento es adictivo. Presupone la maldad o ignorancia de quienes no están de acuerdo. Impide el discurso razonado, porque resulta una pérdida de tiempo escuchar al otro si, por definición, es estúpido o malvado por tener una opinión distinta a la nuestra. Y eso explica por qué gran parte de la vida pública de nuestra nación es hoy tóxica. Es absurdo hablar del “bien común” cuando, con nuestras propias palabras y acciones, hacemos imposible un verdadero bien común.

Cuanto más resentimiento llevamos a nuestro discurso público, más envenenada se vuelve nuestra cultura compartida. Si tantos sentimos que ahora somos blancos pasivos, más que agentes activos de nuestro entorno social y político, es porque eso es lo que somos. Eso es en lo que nos hemos convertido, el mundo que nosotros mismos hemos ayudado a crear. Y empeorará hasta que, como pueblo —si aún podemos llamarnos “un pueblo”— recordemos que incluso nuestros enemigos llevan la imagen de Dios y, por tanto, merecen algo de compasión y respeto.

Sí, lo sé: nada de esto es nuevo. De hecho, me resulta tediosamente familiar, incluso a mí. ¿Entonces por qué molestarse en ponerlo por escrito? No hay forma de retroceder el reloj y desinventar las herramientas que ahora reconfiguran el mundo. Y, sin embargo, no puedo sacar dos imágenes vívidas de mi mente, ambas de C.S. Lewis.

Hay un momento en Cartas del diablo a su sobrino cuando el demonio Escrutopo habla con deleite del sonido del Infierno: un estruendo interminable de ruido y desorden. Y en El gran divorcio, las almas condenadas, llevadas en autobús al Cielo y con la oportunidad de arrepentirse, apenas soportan el dolor de pisar la hierba celestial. El Infierno es autoabsorción, agravios alimentados y rechazo de la realidad. Las hojas de hierba del Cielo son demasiado intensamente reales.

Hubo un tiempo en que yo era un adicto a las noticias. Pero con frecuencia hoy me descubro encerrado en mi mente, en la Tierra de lo Irreal, batallando contra enemigos e ideas que me ciegan ante la belleza del mundo y de las personas que amo. Tal vez otros sepan de qué hablo. Por eso importa la Adoración. Es silencio ante lo Real.

Acerca del autor

Francis X. Maier es investigador sénior en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center. Es autor de True Confessions: Voices of Faith from a Life in the Church.

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