Eliminando a Jefferson

One of the Bibles Thomas Jefferson cut up, 1820 [Smithsonian National Museum of American History, Washington, D.C.]
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Por el P. Paul D. Scalia

Hay un poco de Thomas Jefferson en cada uno de nosotros. Un pensamiento aterrador. Infamemente, recortó y pegó versículos de los Evangelios para eliminar todos los milagros y referencias a lo sobrenatural. El resultado fue La vida y la moral de Jesús de Nazaret, o la “Biblia de Jefferson”. Es una obra arrogante que presenta un Jesús naturalizado, sumamente razonable y aceptable para cierto tipo de sensibilidad—e inofensivo.

Lamentablemente, tenemos la tendencia a hacer lo mismo. Si no recortamos pasajes con una navaja como lo hizo Jefferson, ciertamente diluimos las palabras más fuertes y suavizamos los bordes ásperos. Explicamos lo que podría incomodarnos. Al igual que Jefferson, todo es para hacer los Evangelios más aceptables, más cómodos para nuestro culto al confort.

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Así sucede con el Evangelio de hoy (Lc 6,27-38), uno de los más exigentes e inquietantes. Jesús nos manda: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los maltratan”. Debemos ser misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso. Pero buscamos formas de quitarle el filo a estos mandatos: Es hipérbole… Está hablando en sentido figurado… Bueno, quiero decir, ¿qué significa realmente amar? Recortamos las palabras para que encajen en nuestras vidas, en lugar de cambiar nuestras vidas para encajar en ellas.

Jesús decía en serio lo que dijo. Y Él mismo hizo lo que mandó: Padre, perdónalos. Él es el Verbo hecho carne, tanto maestro como modelo. Su propia vida demuestra que sus mandatos son posibles. Los santos han tomado estas palabras literalmente y las han vivido. Ningún mártir cristiano ha muerto escupiendo amenazas de venganza a sus verdugos. Los mártires han cumplido el mandato de Jesús con palabras de perdón y misericordia, incluso hacia sus enemigos. Esteban en Jerusalén, Tomás Moro en la Torre de Londres, Maximiliano Kolbe en Auschwitz: todos cumplieron las palabras del Evangelio de hoy.

Lo cual significa que estas palabras pueden vivirse. Pero solo como cristianos. Las palabras de Cristo nunca tienen sentido fuera de Él y de nuestra participación vital en su vida. La misericordia radical que Él manda no es un añadido al discipulado, sino el fruto inevitable de nuestra vida en Cristo. El problema es que aún estamos atados al hombre natural, terrenal, del que habla la segunda lectura. Seguimos evaluando las palabras del Nuevo Adán con los estándares del Primer Adán. Aún no hemos adoptado la nueva mentalidad espiritual propia de los cristianos.

La razón por la que queremos diluir las palabras de Cristo es porque no las escuchamos en el contexto de la gracia y de nuestra filiación divina. Caemos en el error de pensar que Dios nos da mandatos que no podemos cumplir. En lugar de eso, deberíamos considerar que, cuando nos da un mandato, también nos da la gracia para cumplirlo.

El perdón no solo es difícil, sino prácticamente imposible sin la gracia. Solo la gracia de Dios nos hace capaces del perdón cristiano, de ser misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso. De hecho, solo podemos ser misericordiosos como Él porque Él es nuestro Padre celestial.

Una confianza suprema en esta gracia se expresa (como era de esperarse) en una maravillosa oración de San Agustín: Da quod iubes et iube quod vis (Da lo que mandas y manda lo que quieras). Era una oración favorita del Papa Benedicto XVI. El Doctor de la Gracia establece el orden correcto: Dios nos manda hacer cosas imposibles—como amar a nuestros enemigos y bendecir a nuestros perseguidores—porque primero nos ha dado su gracia, nos ha hecho sus hijos.

La primera lectura resalta, por contraste, la dimensión distintivamente cristiana del Evangelio. Narra la historia de la misericordia de David hacia el rey Saúl. Pero notemos que su misericordia no es de la clase incondicional que se nos exige. David se abstiene de hacerle daño solo porque Saúl es el ungido del Señor. Y, “¿quién puede atentar contra el ungido del Señor y quedar impune?” Su misericordia está motivada por reverencia, pero quizá también por un cierto interés propio ilustrado.

No así el cristiano. Cristo nos manda una misericordia mayor porque nos da una vida mayor. Debemos hacer lo que Él hizo porque somos hijos en el Hijo, hijos de Dios por gracia. Y la gracia no se nos da simplemente para que apenas podamos obedecer el mandato. Más bien, Él nos da la gracia en abundancia: “una medida buena, apretada, remecida y rebosante”. Él da generosamente para que podamos ser generosos, incluso pródigos, en nuestra misericordia.

La misericordia de David hacia Saúl nos enseña otra lección sobre la misericordia cristiana. David perdona a Saúl porque es el ungido de Dios, un “cristo”. Esto nos sugiere cómo debemos ver a nuestros enemigos y perseguidores. Cristo está presente en cada persona, incluso en nuestros enemigos.

Él está en ellos, en efecto, por el Bautismo, o in potentia, porque están llamados a Él. De cualquier forma, podemos percibir a Cristo en todos ellos, incluso en los más alejados y pecadores. Monseñor Robert Hugh Benson se refiere a esto como Cristo, “disfrazado en aquel que lo ha rechazado”. Esta es la diferencia cristiana: ser misericordiosos porque vemos a Cristo en el pecador, en el rebelde, en nuestros enemigos, incluso en nuestros perseguidores.

Así que, así como Thomas Jefferson eliminó los milagros, eliminemos nosotros la mentalidad terrenal y natural. Escuchemos las palabras de Cristo como dirigidas a quienes han sido imbuidos con la gracia de Dios, hechos sus hijos, en quienes Él ha infundido la capacidad de amar, perdonar, bendecir, orar y ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso.

Acerca del autor

El P. Paul Scalia es sacerdote de la Diócesis de Arlington, VA, donde sirve como Vicario Episcopal para el Clero y párroco de la iglesia de Saint James en Falls Church. Es autor de That Nothing May Be Lost: Reflections on Catholic Doctrine and Devotion y editor de Sermons in Times of Crisis: Twelve Homilies to Stir Your Soul.

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