Por Daniel B. Gallagher
William Sitwell, elogiando la decisión del Departamento de Educación británico de dejar de financiar el Latin Excellence Programme (LEP), escribió recientemente en The Telegraph de Londres que “la pérdida del latín en las escuelas es un triunfo, no una tragedia”, explicando que “la lengua antigua tiene poca relevancia en la sociedad actual”.
Nadie en Estados Unidos se habría unido con más entusiasmo a Sitwell que John Dewey (1859–1952), posiblemente la figura más influyente en la educación pública estadounidense. En Democracy and Education (1916), Dewey escribió que la cultura literaria estaba “alejada de las necesidades prácticas de la mayoría de los hombres” y no era más que un “supuesto humanismo” que “basa sus programas educativos en los intereses especializados de una clase ociosa”. Los miembros de esta cultura “se reducen exclusivamente a estudios literarios y lingüísticos, que tienden a limitarse a ‘los clásicos’, a lenguas que ya no se hablan”.
Aunque Dewey reconocía un lugar para el latín y el griego por “las importantes contribuciones” que esas civilizaciones han hecho a la nuestra, también afirmaba que considerar los clásicos “como por excelencia los estudios humanistas implica un descuido deliberado de las posibilidades del contenido accesible a la educación de las masas, y tiende a cultivar una estrecha arrogancia”. En resumen, los clásicos —y las lenguas en que fueron escritos— no solo eran imprácticos, sino que, por ser inaccesibles para las masas, no podían considerarse de ningún modo preeminentemente “humanistas”.
No sé cuán fuerte haya sido la influencia del pragmatismo de Dewey al otro lado del Atlántico, pero Sitwell sin duda lo representa. “Lo que sí lograron esas clases de latín”, escribe Sitwell, “fue llenar mi infancia de incontables horas de educación inútil, cuando en su lugar debí haber sido obligado a estudiar cosas como economía, negocios y emprendimiento”.
No tengo nada en contra de la economía, los negocios y el emprendimiento. De hecho, los apoyo totalmente. Pero no creo que eso sea, en última instancia, lo que nos hace humanos. Lo que nos hace humanos es la capacidad de explorar lo que hay más allá de esas actividades prácticas y la disposición a plantearnos “grandes preguntas”. Lo que nos hace humanos no es idear el mejor modelo de negocio, sino comprender por qué nos dedicamos a los negocios en primer lugar. Lo que nos hace humanos no es, en última instancia, lo que hacemos, sino quiénes somos y en quiénes nos convertimos.
Así pensaba Erasmo de Róterdam, entre muchos otros eminentes humanistas, a quien Sitwell desdeña como “un holandés sombrío con tendencia a contraer lumbago… antes de sucumbir a la disentería”. Tal vez. Pero Erasmo también dedicó su vida a la educación, y más concretamente a las bonae litterae (“buenas letras”), que creía no solo abordaban las “grandes preguntas”, sino que nos capacitaban para adquirir virtudes que nos harían sobresalir tanto en la vida pública como en la contemplativa.
En cuanto a la “economía, los negocios y el emprendimiento”, Erasmo emitió una advertencia perenne: “Quien realmente admira el dinero como lo más valioso de la vida” y cree que “mientras lo posea será feliz, ha creado demasiados falsos dioses para sí mismo”. (El manual del caballero cristiano, 1514).
Con todo su “lumbago” y “disentería”, Erasmo era una figura mucho menos sombría que los profesores de Sitwell, quienes parecen ser, en última instancia, los responsables de su profundo desagrado por el latín. El Sr. Scott, profesor de Sitwell en Maidwell Hall, escribió que si el niño de diez años “lograra comprender el concepto de trabajo duro, le iría muy bien en latín”.
La ironía del comentario del Sr. Scott y de la caracterización del latín por parte de Sitwell como un “juego inútil” es que Erasmo creía, con razón, que el aprendizaje debía ser un juego, porque los juegos se supone que son divertidos: “Un elemento constante de disfrute debe mezclarse con nuestros estudios, para que pensemos en el aprendizaje como un juego y no como una forma de penosa obligación, porque ninguna actividad puede mantenerse por mucho tiempo si no proporciona al menos cierto placer al participante”.
Quizás el problema hoy en día es que consideramos el trabajo duro y la diversión como opuestos.
No era así para mi mentor, el P. Reginald Foster, OCD, quien los consideraba sinónimos. Nacido en una familia de plomeros en 1939, Foster se enamoró del latín gracias a las Hermanas Escolares de Notre Dame en la escuela parroquial de Santa Ana en Milwaukee. Su origen pobre y obrero no fue obstáculo para una educación primaria de alto nivel. “Reggie” acabó redactando textos en latín para cuatro Papas y diseñó una forma ingeniosa de enseñar la lengua. Estaba convencido de que cuanto más arduo era el esfuerzo, más divertida era la experiencia.
Y tenía toda la razón. Nunca trabajé más duro en mi vida que en su clase, pero tampoco me he divertido tanto.
La diferencia entre mi experiencia con el P. Foster y la de Sitwell con el Sr. Scott podría revelar una diferencia más profunda entre la experiencia estadounidense y la británica con el latín. En Estados Unidos no hubo un Renacimiento en el siglo XV, pero sí hubo uno en el siglo XX. Las escuelas no públicas —la mayoría católicas— ofrecían clases de latín en aulas tanto urbanas como rurales de todo el país.
Tal vez el latín fue para sus estudiantes el boleto de entrada a la universidad, pero esa no era la motivación de los sacerdotes y religiosas que trabajaban casi gratuitamente para transmitirlo. Más bien estaban convencidos de que el latín valía la pena tanto por sí mismo como por ser una puerta al tesoro inestimable de la sabiduría humanista.
Muchos alumnos que conozco de esa época se convirtieron en contadores, empresarios y emprendedores. No he conocido a ninguno que se arrepienta de haber aprendido latín. Al contrario, todos atribuyen gran parte de la virtud y agudeza intelectual que adquirieron al estudio del latín. Aunque nunca hayan encontrado un uso “práctico” para su conocimiento del idioma, serían los últimos en decir que fue inútil —o que eliminar su financiación deba considerarse un “triunfo”.
Lo más importante es que no hizo falta una ley del Congreso para dar a niños pobres y de clase trabajadora la oportunidad de estudiar latín en Estados Unidos. Solo se necesitaron misioneros como las Hermanas Escolares de Notre Dame.
Acerca del autor
Daniel B. Gallagher enseña filosofía y literatura en Ralston College. Anteriormente fue Secretario de Latín de los Papas Benedicto XVI y Francisco.