Por Casey Chalk
Hace casi veinte años, la revista First Things publicó un artículo del gran teólogo cardenal Avery Dulles titulado “¿Quién puede salvarse?”. En la versión impresa, el artículo terminaba abruptamente con la frase “¿Quién sabe?”. En la versión completa, disponible en el sitio web de la revista, Dulles sostenía que “los adeptos de otras religiones” e incluso los ateos podían salvarse por la gracia de Dios, “si adoran a Dios con otro nombre y viven al servicio de la verdad y la justicia”. En ese entonces, como seminarista calvinista rígido, interpreté el error de la revista como una intervención divina contra una herejía soteriológica.
Desde entonces, he llegado a valorar los escritos del cardenal Dulles (su libro sobre el magisterio es excelente), aunque conservo cierto escepticismo sobre que un ateo pueda “adorar a Dios con otro nombre” y salvarse. Además de lo obvio en la definición misma de un ateo, ¿qué nombre sería ese? Incluso si Su Eminencia solo pretendía describir lo que podría, en circunstancias muy inusuales, estar en el ámbito de lo posible para alguien con ignorancia invencible, ¿cómo se puede conciliar esto con la enseñanza católica de que la salvación requiere el don de la fe? Y, en una época de creciente incredulidad y antagonismo hacia el catolicismo, ¿por qué hacer concesiones para quienes necesitan el Evangelio?
No sé cómo reaccionaría el teólogo (y ocasional colaborador de TCT) Eduardo Echeverria ante Dulles, pero comparte mis preocupaciones sobre un enfoque ecuménico que, en ciertos círculos católicos, minimiza tanto las diferencias religiosas que las afirmaciones de la Iglesia dejan de ser absolutas. Estas preocupaciones sobre el relativismo son el trasfondo de su nuevo libro, Jesus Christ, Scandal of Particularity: Vatican II, a Catholic Theology of Religions, Justification, and Truth, una colección de ensayos publicados previamente.
“El relativismo religioso, es decir, la idea de que todas las religiones son igualmente vehículos de salvación”, escribe Echeverria, “se ha vuelto cada vez más común”. Esto exige reafirmar el “carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo”, según el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 2000, Dominus Iesus.
Admiro el enfoque pacífico de Echeverria hacia la tradición protestante de la que proviene. Su obra está llena de referencias a pensadores protestantes diversos: Robert W. Jenson, Herman Ridderbos, Peter Leithart, Paul Helm, Paul Ricoeur, G. C. Berkouwer, Wolfhart Pannenberg, Alistair McGrath y Kevin Vanhoozer, entre otros. Pocos académicos católicos demuestran tal familiaridad con el pensamiento protestante, y aún menos son los protestantes conocedores del catolicismo (Carl Trueman es una notable excepción).
Echeverria también utiliza una impresionante diversidad de fuentes católicas para argumentar sobre la salvación de no cristianos. En Lumen Gentium §14, por ejemplo, se afirma explícitamente que la fe, el bautismo y la Iglesia son necesarios para la salvación. Citando el análisis de Ralph Martin sobre el Vaticano II, Echeverria señala que una de las condiciones necesarias para la salvación del ignorante invencible es “que los no cristianos busquen a Dios [énfasis añadido] con sincero corazón”. Al rechazar las enseñanzas universalistas de pensadores como Bernard Lonergan, S.J., Echeverria argumenta que el “accesibilismo” –la esperanza de que la salvación de Dios en Cristo está disponible para todos, pero sin que las religiones no cristianas puedan ser instrumentos de salvación– se alinea mejor con la enseñanza magisterial y la tradición católica.
Hay razones sólidas para repudiar el universalismo. El Concilio de Trento, por ejemplo, declara que, aunque Cristo murió por todos, “no todos reciben el beneficio de su muerte”, mientras que Santo Tomás de Aquino sostiene: “Porque el precio de su sangre es suficiente para la salvación de todos; pero solo tiene efecto en los elegidos”.
Así, sostiene Echeverria, “la obra redentora de Cristo es, entonces, universalmente suficiente para el mundo, para salvar a todos los hombres, pero es eficazmente redentora solo para aquellos que tienen fe, que es un don de la gracia de Dios”. Añadiría que entre los místicos católicos del último siglo que han visto a Jesús o a María –como Santa Faustina Kowalska y los tres niños de Fátima– las representaciones del infierno son parte integral de sus visiones. ¿Está Dios asustándonos con algo que no es real, como un padre molesto que amenaza con castigos que nunca aplica?
Si las consecuencias son el Cielo y el Infierno, no sorprende que Echeverria encuentre inquietantes algunas citas de nuestro actual pontífice. Como: “No comprometamos nuestras ideas, utopías, posesiones y derechos… Renunciemos solo a la pretensión de que [nuestras creencias] son únicas y absolutas”.
Aunque Echeverria elogia al papa Francisco por fomentar el respeto, la argumentación racional y las verdades morales no negociables en el diálogo religioso, observa que esta cita sugiere que el cristianismo no es la única religión verdadera. Este enfoque, argumenta, fomenta inevitablemente un “indiferentismo religioso”.
Comparemos esto con Joseph Ratzinger (luego Benedicto XVI), quien situaba el diálogo en una búsqueda más amplia de la “verdad” y de la “justificación de un compromiso religioso”, argumentando que el diálogo sin intención de encontrar la verdad es inútil.
Echeverria escribe: “La variedad de religiones hace afirmaciones contradictorias e irreconciliables. No todas las religiones pueden ser verdaderas”. Los católicos deben tener respuesta para una pregunta planteada por Benedicto XVI: “¿Por qué soy cristiano y no budista, hindú, musulmán o judío?”. Decirnos (o decir a otros) que todas las religiones, o incluso el ateísmo, ofrecen una vía legítima hacia Dios parece no solo falso, sino peligroso.
Echeverria ha escrito un estudio cuidadoso y caritativo sobre este tema en un momento en que muchos católicos promueven un relativismo o universalismo que debilita seriamente el testimonio evangélico de la Iglesia. Para quienes buscan una guía ortodoxa sobre relativismo y universalismo en estos tiempos confusos, eso es mucho mejor que un “¿Quién sabe?”.
Acerca del autor
Casey Chalk es autor de The Obscurity of Scripture y The Persecuted. Es colaborador de Crisis Magazine, The American Conservative y New Oxford Review. Tiene títulos en historia y educación de la Universidad de Virginia y una maestría en teología del Christendom College.
La Iglesia ya zanjó esta cuestión definitiva e infaliblemente en el Concilio de Lyon cuando declaró como dogma de fe que nadie que no hubiese sido limpiado del pecado original, podía gozar de la visión beatífica.
De modo tal que aún aceptando la tesis de que alguien en ignorancia invencible (según Santo Tomás de Aquino está solo puede ser temporal, nunca permanente) e inculpable, no hubiera incurrido en pecado actual, éste no sufriría la pena de sentido (es decir, no padecerla el fuego del infierno) pero si la de daño (es decir, no podría ver a Dios) a causa del pecado original. Viviría una felicidad natural en el limbo de los justos pero lejos de la felicidad que pueden gozar aquellos que heredarán el Reino de los Cielos. Es el caso típico de los niños que mueren antes de entrar en el uso de la razón sin haber estado bautizados. Desde siempre la Iglesia los situó en el Limbo, pero ahora la Iglesia modernista, molesta con ese concepto, dice que no sabe que pasa con ellos. Claro que la Iglesia sabe; lo dijo en el Concilio de Lyon, lo que pasa es que el dogma de fe allí establecido molesta.
¡Qué gente tan lamentable los que dirigen INFOVATICANA!
«Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», dice San Pablo en su primera carta a Timoteo. Y surgen las preguntas y las posibles respuestas que el autor del artículo sugiere o defiende. ¿Tiene excepciones este principio tan claro? Parece que las únicas excepciones podrían ser las que alude Jesucristo: «El que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere se condenará». Se podría admitir como hipótesis que existan hombres que rechacen el Evangelio deliberadamente. ¿Su no admisión es un rechazo? ¿Qué hay de quienes viven un largo proceso en busca de la fe y no la encuentran? ¿O no son convencidos por las predicaciones que oyen, leen o escuchan? ¿Está la Iglesia jerárquica a la altura de esta responsabilidad? ¿Es la Iglesia responsable de que el mensaje evangélico no llegue, se distorsione o se traicione de parte de sus representantes oficiales, clérigos o laicos? El gran teólogo José María Castillo pone el énfasis de la vida cristiana no tanto en la confesión doctrinal de la fe o la obediencia a normas o la práctica de ritos, sine en el seguimiento de Jesucristo, que aparece nítido y repetido una y otra vez en el Evangelio como señal del cristiano. En todo caso, la voluntad salvadora de Dios no es un cuento; es una realidad.