Por Robert Royal
Escuché, algunos años atrás, acerca de un hombre que decidió navegar sin compañía desde San Francisco a Hawái, o al revés quizás. Un viaje largo, más de 2300 millas, por la ruta más corta. Era ateo cuando partió. Luego de semanas de vientos y olas, pero mucho más, luego de ver la inmensa belleza del cielo estrellado abovedado sobre él noche tras noche, en el aire puro, lejos de la contaminación de la luz, llegó a su destino convertido en seguidor del Creador.
Una historia verdadera, quizás o quizás no. La persona que me la contó es realmente honesta y, como dicen en Italia, se non é vero é ben trovato. Porque de igual manera, menciona una verdad olvidada, la que recordé durante el fin de semana, los días de máxima actividad de la lluvia de meteoritos perseidas.
Un sacerdote me informa que, en tiempos más católicos, las lluvias eran llamadas «las lágrimas de San Lorenzo», por la proximidad al día de su festejo. Las personas las estuvieron contemplando por un largo tiempo y su historia es, en fin, cósmica. Fueron especialmente fuertes este año por la interacción de Júpiter con el cometa Swift-Tuttle y no solo este año. Hubo elementos que se quemaban en la atmósfera en los últimos días desprendidos de vez en cuando al lado de Júpiter, que se remontaban a los siglos XIX y XX, y de acuerdo con los astrónomos al menos, en otra conjunción, hasta alrededor de 1000 d. C.
Planeo estar en algún lugar remoto y oscuro (el desierto es lo mejor, pero un claro en un bosque también sirve) cuando esta, la lluvia más espectacular de meteoritos, vuelva cada agosto. Este año tuve que contentarme con mirarla desde el porche de casa.
Sin embargo, salvo que usted haga un esfuerzo, al menos ahora y en esa época, para estar en un lugar donde pueda ver 200 meteoritos en una hora o, igual de impactante, las particularidades de que tiene la Vía Láctea toda la noche o las miles de estrellas (una presencia constante para nuestros ancestros) invisibles en las ciudades bien iluminadas y los suburbios, probablemente se perderá la fuerza del salmista: «Los cielos proclaman la gloria de Dios».
Pablo parecía creer que estas cosas eran obvias. Escribe al comienzo de la Epístola a los romanos: «La cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias».
Las cosas cambiaron bastante desde los días del Apóstol de los gentiles. Por razones que no son fáciles de explicar, son los científicos en general, especialmente los no creyentes de su grupo, quienes estos días se maravillan con las glorias de los cielos. Ven la grandeza en la naturaleza que demasiados cristianos, acurrucados en sus casas, no se molestan en apreciar. No sorprende que para muchas personas la astronomía parezca maravillosa y el cristianismo sofocante.
C.S. Lewis comienza su pequeño gran libro La abolición del hombre (el cual usted debería leer, muchas veces) con el caso de dos secularistas radicales que tratan de reducir todas las cosas elevadas a un tamaño «racional». En un manual, por increíble que parezca, instan a los estudiantes a que entiendan que, por ejemplo, decir que una cascada «es sublime» en verdad solo significa algo subjetivo: Cuando veo esa agua cayendo sobre las rocas, tengo sentimientos sublimes. Lewis dice, en forma enfática, No. Decir «es sublime», literalmente significa algo. Una cascada, lo que existe en la naturaleza es, en sí misma, valorada como es debido, sublime.
Alejarse de nuestras vidas diarias, que no se viven cara a cara con la Creación, como la mayoría de las personas vivía en el pasado, podría curar un montón de lo que creíamos que eran enfermedades puramente intelectuales. Había, y hay, pocos ateos entre las personas que están en contacto directo con la naturaleza. Cuando Karol Wojtyla todavía era solo un profesor de Filosofía en Polonia, tenía un colega que era un ateo convencido cuando estaba sentado en su escritorio. Una vez que fue a caminar con el futuro Juan Pablo II en los montes Tatras, por alguna oscura alquimia del hombre y la naturaleza, se convirtió en creyente. Creo recordar que muchas veces iba y venía de esta manera, aunque es poco probable.
Extraño, sí, pero con certeza no más extraño que las personas que dicen seguir al Creador pero no se molestan en prestar demasiada atención a lo que realmente creó.
Los filósofos y teólogos a veces hablan del «desencanto» de la naturaleza, sin embargo, hay dos clases de desencanto.
Uno libera al mundo de las creencias idólatras acerca de que el sol, la luna, las estrellas eran dioses. Las primeras páginas del Génesis descartan eso al instante. No obstante, el otro desencanto, uno desastroso, llegó con la ciencia moderna y su hijo bastardo, el materialismo, apoyado por una actitud tecnológica hacia el mundo, como si la naturaleza fuera simplemente un depósito de materia y energía para ser usados como quisiéramos, hasta para rediseñarnos a nosotros mismos.
Realmente moderen el ritmo radicales ambientalistas bien intencionados, la naturaleza no es nuestra madre y la tierra no es Gaia, no es una diosa. Sin embargo, como los antiguos cristianos del Oriente solían decir, la Creación es el «segundo libro» de Dios junto con la Biblia. Dos «libros» entonces, para guiarse. Lo cual comienza con valorar los esplendores que hacen que valga la pena estudiarlos.
El papa Francisco habló en Laudato si’ acerca del costo para la naturaleza de nuestra «cultura del descarte» y de las actividades humanas como la minería y la agricultura, hasta (lo que generó bastante desconcierto) el uso del aire acondicionado; y pidió diversos cambios. Puede, si usted tiene un temperamento audaz, entrar en esos debates acerca de lo que realmente significaría respetar la Creación, incluso la criatura que nosotros, en forma optimista, llamamos homo sapiens.
Aunque, para comenzar, podría salir de casa y abrir sus ojos.
Acerca del autor:
Robert Royal es editor jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Su libro más reciente es A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century, publicado por Ignatius Press. The God That Did Not Fail: How Religion Built and Sustains the West está disponible actualmente en edición de bolsillo de Encounter Books.