Por Casey Chalk
“No hay cien personas en Estados Unidos que odien a la Iglesia Católica”, opinaba con frecuencia el Venerable Siervo de Dios Fulton Sheen, “pero hay millones que odian lo que perciben erróneamente que es la Iglesia Católica.” Yo iría un paso más allá: si hay un tema sobre el cual la gente, sin importar su afiliación religiosa, se siente competente y segura para opinar, parece ser la Iglesia Católica. Todo el mundo parece saber qué enseña y por qué, y, por extensión, por qué está completamente equivocada. Rara vez se escucha hablar con semejante desprecio sobre otras tradiciones religiosas o instituciones, como el budismo, el hinduismo o incluso el islam, todas las cuales nuestra cultura ha decidido, en diversos grados, que merecen un cierto respeto deferente.
Dada la prominencia del catolicismo incluso en la América del siglo XXI —así como los decenas de millones de “excatólicos” (el segundo grupo religioso más grande después de los propios católicos)—, uno podría decir que la familiaridad engendra desprecio.
Sin embargo, la familiaridad no engendra necesariamente un conocimiento exacto, como sostiene el escritor católico y podcaster (y ex sacerdote episcopaliano) Andrew Petiprin en su nuevo libro, The Faith Unboxed: Freeing the Catholic Church from the Containers People Put It In (La fe desempaquetada: liberar a la Iglesia Católica de los contenedores en los que la gente la pone). A lo largo de ocho capítulos que abordan ocho de estas “cajas” inexactas, Petiprin aclara las cosas de formas que incluso los católicos practicantes de toda la vida podrían encontrar sorprendentes.
Petiprin comienza señalando que la Iglesia no es una ideología como el liberalismo, con su sesgo específicamente progresista e individualista; ni tampoco es conservadora en el sentido de ser estrictamente tradicionalista o estar perfectamente alineada con el Partido Republicano.
El mismo Cristo rechazó a quienes ponían su fe en las tradiciones humanas. (Mc 7,1-13) Por mucho que la Iglesia sostenga la Sagrada Tradición como fuente de revelación divina, también posee un cierto impulso revolucionario al repudiar normas culturales, incluso antiguas, si se oponen al Evangelio, ya hablemos de la Roma antigua o de los pueblos indígenas de América.
Además, como observa Petiprin, la palabra “catolicismo” nunca aparece en el Catecismo de la Iglesia Católica, ni en ningún documento oficial de la Iglesia: “La Iglesia no es una forma de navegar por la realidad, sino la experiencia de la realidad. La Iglesia no es una colección de ideas impuestas a la sociedad humana, sino la organización misma de la humanidad.”
Tampoco es la Iglesia una “denominación”. Mientras que las denominaciones protestantes “aparecen y desaparecen, se unen y se dividen”, la Iglesia Católica se afirma a sí misma como la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, y la historia ha confirmado esa identidad.
La Iglesia Católica ni siquiera reconoce “denominaciones” como tales, sino más bien comuniones eclesiales que, a través de sus sacramentos, gozan de distintos grados de comunión con ella. Petiprin cita a San Pablo como quizá el primer crítico de esta idea de que la Iglesia pueda dividirse en denominaciones: “¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O fueron bautizados en nombre de Pablo?” (1 Cor 1,13)
¿Es la Iglesia una institución? Petiprin lo niega: “Los seres humanos crean instituciones, pero Dios creó la Iglesia.” Yo tal vez discreparía de negar que la Iglesia sea una institución en algún sentido (al fin y al cabo, está compuesta por humanos), pero tiene razón al afirmar que no es únicamente una institución terrena, definida por sus programas sociales, sino por la salvación que ofrece.
Esa concepción descuida el hecho de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, con la Eucaristía en su centro: “La Iglesia Católica es la experiencia del destino común del hombre —el hombre eucarístico— transformado en Cristo por Cristo, viviendo en un presente que se entrecruza con la eternidad.”
La gente puede unirse a clubes, pero “unirse” no se aplica en el mismo sentido a la Iglesia. Aunque parecida a un club, la Iglesia exige una cierta uniformidad doctrinal y litúrgica; también es, para citar una frase de James Joyce, “ahí viene todo el mundo”. Esto se evidencia en la impactante diversidad de sus santos: sacerdotes y religiosas, reyes y reinas, madres lactantes y padres viudos, campesinos pobres y médicos respetados.
Muchos de los santos fueron personas con quienes uno disfrutaría conversar con un café o una cerveza; otros eran tan extraños que cuesta imaginar cómo sería hablar con ellos.
En respuesta a una crítica común en círculos protestantes, Petiprin sostiene que la Iglesia, lejos de ser un escape de la “modernidad líquida” de nuestra cultura o del colapso del protestantismo fragmentado y fisurado, es un hogar, un “lugar de libertad y responsabilidad”.
Tampoco es una dictadura definida por clérigos atrincherados que dominan a los laicos, sino un lugar donde, mediante los sacramentos, obtenemos un poder incomparable sobre nuestras pasiones y libertad para perseguir el bien y convertirnos en nuestro yo más auténtico: “Desde la perspectiva de la Iglesia, las camisas de fuerza y las rejas están todas allá afuera, no aquí adentro.”
Finalmente, la Iglesia no es una mera “preferencia”, como tantas de las afiliaciones fugaces que hacemos en esta modernidad atomizada y sin fundamentos que habitamos hoy. Por el Bautismo, estamos unidos a Cristo y a Su Iglesia de manera indeleble, tanto que, incluso si la rechazamos, la Iglesia aún nos llama como a uno de los suyos. La Iglesia habla de católicos “alejados”, no de “excatólicos”.
Algo que admiro especialmente del análisis agudo de Petiprin es la amplitud de su conocimiento. Este graduado de Yale y ex Fellow de Cultura Popular en el Word on Fire Institute se mueve con soltura entre citas de los antiguos —como los Diálogos de Platón— y referencias a algunas de las películas y series más populares de la última década, incluida Game of Thrones.
Me alegró especialmente encontrar en The Faith Unboxed una discusión extendida sobre una de las películas de Éric Rohmer, uno de mis directores favoritos. Como tantos de los ejemplos ofrecidos en este excelente libro, el éxito de Rohmer —un católico practicante francés cuyas películas comunican implícitamente la enseñanza católica y quien es uno de los mayores cineastas independientes de la posguerra— muestra cuánto perdemos si mantenemos a la Iglesia encerrada en las cajas que nosotros mismos fabricamos.
Acerca del autor
Casey Chalk es autor de The Obscurity of Scripture y The Persecuted. Colabora con Crisis Magazine, The American Conservative y New Oxford Review. Tiene títulos en historia y educación de la Universidad de Virginia y una maestría en teología de Christendom College.