Contar bien nuestros días

The Last Judgment by Giotto, 1303 [Scrovegni Chapel, Padua. Italy]
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Por el P. Thomas G. Weinandy, OFM, Cap.

A medida que envejezco, me encuentro pensando más en la muerte. Ya no tengo el vigor ni la resistencia de mi juventud. Reconozco que soy mortal. Moriré. “Setenta años son los días de nuestra vida, u ochenta para los más fuertes.” (Salmo 90). “El hombre, sus días son como la hierba; florece como flor del campo, que el viento la roza, y ya no es, ni su lugar la reconoce más.” (Sal. 103) “Señor, hazme conocer mi fin y cuál es la medida de mis días, para que sepa lo frágil que soy.” (Salmo 39) Por la brevedad de nuestras vidas, debemos aprender a “contar bien nuestros días, para adquirir un corazón sabio.” (Salmo 90)

Tal vez nuestras vidas no sean largas, pero cada uno debe vivirla de acuerdo con su vocación particular. “Hijo mío, mantente firme en tu deber, aplícate a él, envejece cumpliendo tu tarea.” (Eclesiástico 11,20) Como hijos del Padre, la gloria de nuestras vidas consiste en envejecer cumpliendo todas las tareas que el Señor nos ha encomendado. Debemos suplicarle a Dios: “¡Confirma la obra de nuestras manos! ¡Confirma la obra de nuestras manos!” (Salmo 90)

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Además, debemos recordar que la muerte no es el final. Vivimos una vida escatológica. Creados a imagen y semejanza eterna de Dios, estamos llamados a participar de su inmortalidad. Estamos llamados a vivir para siempre. El pecado trajo consigo, sin embargo, la maldición de la muerte. No obstante, Dios no podía permitir que la muerte tuviera la última palabra. La muerte es una afrenta a Dios. El Dios eterno es el Dios de la vida. Es el Dios viviente. No puede tolerar la muerte.

Por eso, Dios envió a su Hijo al mundo. Como Verbo encarnado, Jesús proclama la palabra final, y esa palabra es: ¡Levántate! A través de su muerte sacrificial en la cruz, Jesús venció el pecado y anuló la maldición de la muerte mediante su gloriosa resurrección. La resurrección de Jesús es la irrupción del eschaton —la presencia aquí en la tierra de la vida eterna. Todos los que permanecen en Él en la tierra, mediante la fe y el bautismo, permanecerán en Él para siempre en el Cielo.

“¿No saben que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos, pues, sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” (Romanos 6,3-4)

Hay dos momentos escatológicos. El primero es lo que tradicionalmente se ha llamado el juicio particular, que ocurre cuando el alma del difunto comparece ante Dios inmediatamente después de la muerte. En ese momento, la persona se enfrenta a tres posibilidades: cosechar los frutos de una vida santa, es decir, la vida eterna con los santos bienaventurados en el cielo; la condenación eterna por haber muerto en pecado mortal; o pasar por el purgatorio para purificarse de los vestigios del pecado que aún habitan en el alma.

El segundo momento escatológico es el juicio final o universal, cuando Jesús resucitado regrese con gloria y esplendor al final de los tiempos. En ese momento, los muertos resucitarán corporalmente de sus tumbas y asumirán plenamente la resurrección corporal de Jesús. Entonces también toda la creación alcanzará su fin escatológico, pues habrá un cielo nuevo y una tierra nueva.

“Sabemos que la creación entera gime con dolores de parto hasta el presente; y no solo ella, sino también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esa esperanza hemos sido salvados.” (Romanos 8,22-23) Vivimos en el “ahora”, poseyendo las primicias del Espíritu, y en el “todavía no”, esperando la plena redención de nuestros cuerpos. Vivimos en la esperanza.

No sabemos cuánto tiempo debemos esperar con esperanza, ni en lo que respecta a nuestra propia muerte individual, ni en cuanto a cuándo Cristo volverá con gloria. Puede parecer, según nuestro cálculo humano, que ya ha pasado mucho tiempo; y que Jesús aún no ha regresado. Por ello, “esperar con ansiosa expectación” puede parecer una pérdida de tiempo. Pero es precisamente en este tiempo de espera esperanzada en el que debemos estar siempre preparados. En cuanto al día de la venida de Jesús, “nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre.” (Mateo 24,36) Como encarnado, el Hijo de Dios tampoco lo sabe, y así, en esperanza expectante, Jesús también espera.

En lo que respecta a la resurrección, Pablo está plenamente convencido: “¡Miren! Les voy a decir un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Porque sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque esto corruptible debe revestirse de incorrupción, y esto mortal debe revestirse de inmortalidad.” (1 Corintios 15,51-53)

Actualmente nos encontramos en el tiempo litúrgico de la Cuaresma, un tiempo que mira con esperanza hacia la Pascua y la gloria resucitada de Jesús. Este es, entonces, un tiempo en el que hacemos balance de nuestros días. ¿Estamos contándolos bien?

Estos también son días en los que recordamos que moriremos, pues somos polvo y al polvo volveremos.

Estos cuarenta días son, igualmente, días escatológicos, pues nos estamos preparando para encontrarnos con Dios en nuestra muerte —nuestro juicio particular individual, cuando nuestras obras, buenas y malas, serán evaluadas con justicia. Del mismo modo, anticipamos la segunda venida gloriosa de Jesús. Esperamos en la esperanza escatológica de llegar a ser como Él en la plenitud de su gloria resucitada.

Mientras tanto, suplicamos al Señor: “¡Confirma la obra de nuestras manos! ¡Confirma la obra de nuestras manos!”

Acerca del autor

Thomas G. Weinandy, OFM, es un escritor prolífico y uno de los teólogos vivos más destacados. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano. Su libro más reciente es el tercer volumen de Jesus Becoming Jesus: A Theological Interpretation of the Gospel of John: The Book of Glory and the Passion and Resurrection Narratives.

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