Por Anthony Esolen
Supongamos que entras en un negocio con un socio, y el contrato especifica el trabajo que cada uno realizará, la remuneración y cómo puede disolverse la sociedad sin arruinar el negocio. Ahora supongamos que tu socio te dice que el contrato está “vivo”, por lo que, cuando dice que la planta física no se incluirá en la valoración de la mitad del negocio en caso de disolución, en realidad significa que sí se incluirá. “El contrato ha crecido desde que lo firmamos,” dice, “y yo sé cómo ha crecido.”
La afirmación es absurda. Utiliza la metáfora de la vida en desarrollo, pero lo que implica es que ningún contrato existió jamás. Lo anula desde el principio.
O consideremos el voto matrimonial, por el cual prometés guardarte solo para tu cónyuge mientras ambos vivan. Eso excluye el adulterio. Pero supongamos que tu cónyuge dice: “¡El voto matrimonial está vivo! Fue hecho para nuestra felicidad, ¿no es así? Pero la variedad me hace feliz. Y si yo soy más feliz, entonces tú eres más feliz, ¿ves? Así que lo que se llama ‘adulterio’ en realidad no lo es, no si mirás el panorama general. De hecho, estaré más entregado a ti que nunca. ¡Qué suerte tienes!”
Eso también es absurdo. Cierra la posibilidad misma de hacer un voto. Mata la promesa desde el huevo. No solo ese voto no está vivo. Se asume que nunca lo estuvo: que nunca fue un principio activo para organizar la vida conyugal.
Yo creo que las enseñanzas de Cristo están vivas, como está vivo un cuerpo. Una vez más, como en mi ensayo anterior, llamo a los católicos a considerar lo que un cuerpo no es. No es una simple colección, un grupo. Cuando el niño crece y se convierte en hombre, las facultades que estaban latentes en él cobran plena fuerza. Los músculos que parecían rollos de masa en su brazo, pero que anticipaban su musculatura desarrollada, ahora están presentes en acto. El niño no “se desarrolla” convirtiéndose en un perro, una niña, una roca, una computadora o un personaje de ficción en una novela. Se convierte en acto en el hombre que era en potencia.
Puedo quitar un elemento de una colección y reemplazarlo con otro, sin cambiar la naturaleza del conjunto: desecho una ágata de una colección de piedras semipreciosas y la reemplazo con una cornalina. Cambio un dólar de plata Morgan por un centavo Flying Eagle. Sigo teniendo una colección de piedras. Sigo teniendo una colección de monedas. Esto es así porque los elementos de una colección no guardan relación orgánica entre sí. Puedo considerar todos los números primos menores que 1000. Si amplío los límites del conjunto para incluir todos los primos menores que 100.000, no he alterado ni un solo número. Sus relaciones no son orgánicas. No forman un cuerpo.
Pero las enseñanzas de la Iglesia están orgánicamente relacionadas entre sí. Son comunicaciones de Dios, la Persona divina, que comunica a través de personas, acerca de personas individualmente y de personas en sentido propio: seres cuya existencia está fundada en la comunión con los demás.
Encontramos un análogo distante en lo que un padre enseña a su hijo sobre el bien y el mal. Estas realidades existen con anterioridad a la enseñanza; el padre simplemente adapta la enseñanza a la capacidad del niño para recibirla. Lo que al niño le parecen simples reglas —no mentir, no empacharse de comida, obedecer al maestro— son principios vivos, o aplicaciones inmediatas de esos principios. Están interrelacionados, como miembros de un cuerpo vivo. Las leyes morales no cambian. Sus interrelaciones no cambian. Lo que cambia es la capacidad del niño para comprenderlas.
Por tanto, no podés enseñar a un niño que está mal mentir, y luego, muchos años después, decir que está bien romper una promesa sagrada si creés que serás más feliz al hacerlo. No podés excusarte diciendo que la ley contra la falsedad está “viva”, cuando lo que estás haciendo es convertirla en letra muerta, o cuando has impedido su operación dentro del cuerpo, reduciéndola a algo restringido, débil o inerte. O cuando has dejado de considerar que es un miembro de un cuerpo en primer lugar.
Cuando un miembro del cuerpo es fortalecido correctamente, los demás miembros también se fortalecen. Si fortalecés tus músculos a costa del corazón, sos un necio. El ejercicio adecuado fortalece tanto los músculos como el corazón y sus relaciones mutuas.
Pensá entonces en las leyes morales respecto a la acción sexual. Cualquier desarrollo verdadero de la ley contra la fornicación debe extender el principio que la fundamenta, a saber: que los hijos tienen, por derecho, una madre y un padre unidos por un voto de por vida; que el acto generador pertenece al matrimonio, aunque el hombre y la mujer no puedan, de hecho, concebir un hijo.
Tal extensión podría, como lo hicieron las meditaciones de san Juan Pablo II, animarnos a observar con mayor honor la dignidad y la belleza de cada sexo, y mirar con juicio crítico los estilos de vida que los tratan como indiferentes. O podría, en nuestros tiempos, exigir una vigilancia más estricta contra la reducción del varón y la mujer a meras imágenes para consumir, fantasmas en lugar de personas, que provocan adicción en vez de amor.
Seguramente mostraría que fornicar es decir una mentira, decir con el cuerpo: “Soy tuyo”, cuando en realidad no se pretende nada de eso.
Pero si permitís la sodomía, por ejemplo, ya has permitido la fornicación, y has negado el principio de que el varón y la mujer son el uno para el otro, tal como Jesús dice que fue “desde el principio.”
No has desarrollado nada en absoluto. Has hecho alteraciones por motivos personales, sin prestar atención a las implicaciones orgánicas. Has dicho, en efecto, que sabés más que Jesús. Eso no es desarrollar su enseñanza. La amputación no es crecimiento.
Acerca del autor
Anthony Esolen es conferencista, traductor y escritor. Entre sus libros se encuentran Out of the Ashes: Rebuilding American Culture, Nostalgia: Going Home in a Homeless World y, más recientemente, The Hundredfold: Songs for the Lord. Es profesor distinguido en Thales College. Asegúrese de visitar su nuevo sitio web: Word and Song.