Por Robert Royal
Es difícil imaginar cómo era el trabajo en el Jardín del Edén, pero había labores allí, de algún tipo, porque aun antes de la caída nos ordenaron «Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla». (Génesis 1, 28)
Los estudiosos dicen que «someter» (kabash, en hebreo) es un término fuerte, como tenía que ser, dadas la fuerzas naturales a las que los primeros humanos se enfrentaron. Tuvimos que pensar con más cuidado acerca del sometimiento desde el advenimiento del poder industrial moderno porque someter ahora puede significar destruir. Sin embargo, tuvimos una larga lucha con la naturaleza como resultado de la caída, y no terminó. Tampoco, ni remotamente, es nuestra tarea someternos a nosotros mismos.
Antes de la caída, el trabajo puede haber sido similar a algo que casi nunca nos sucede ahora, en aquellos precisos pocos días, cuando la tarea parece casi como un juego; y el producto de la faena surge acarreando gloria, como una extensión de la obra de la Creación misma. Me maravillo a veces por cómo la gente con habilidad para la jardinería (la cual no tengo) puede hacer crecer cosas o cómo algunas personas casi parecen poder controlar y hablar con caballos o perros u otros animales.
Luego de la caída, el trabajo, ay, con más frecuencia muestra los signos de algo que salió mal y que podemos en parte — y en forma repetida— intentar arreglar. Los teólogos debaten si este se convirtió en un castigo o si es una «creación conjunta», en la perspectiva más reciente de San Juan Pablo II. Cualquiera sea el caso, sabemos que ahora es por lo general exigente.
El gran San Agustín de Hipona, quien escribió hace dieciséis siglos, próximo a la caída del imperio romano (una época problemática con desasosiego y no diferente a la nuestra), preguntaba repetidamente en su camino al catolicismo: ¿qué es el mal? ¿Por qué estamos en un mundo en el cual tantas cosas necesitan nuestros esfuerzos y tantas cosas horribles ocurren? Es un misterio, el mysterium iniquitatis.
Luego de probar con el maniqueísmo y el neoplatonismo y de encontrar insatisfactorias sus respuestas al misterio, Agustín se convirtió en católico y descubrió una respuesta que todavía vale la pena considerar con detalle. El mal es privatio boni, la ausencia del bien que debería estar presente, en un cierto tiempo, en una cierta manera y en un grado específico. En otras palabras, una ausencia que altera el orden íntegro del bien creado.
Una buena respuesta, para los males humanos en particular, por las formas en que no logramos hacer lo que necesitamos el uno hacia el otro y aun con respecto de nosotros mismos. Funciona menos como una explicación para los males en el mundo natural. Fuimos desterrados del Jardín y ahora solo vemos un atisbo de lo que se suponía que debía ser nuestra relación original con la Creación.
No obstante, reconocer el significado más profundo de las fallas de la acción humana apunta hacia una verdad crucial. Podemos trabajar de manera aleatoria, como si el trabajo solo fuera algo que necesitamos hacer para arreglárnoslas; o podemos ver que la tarea, toda, es un sendero hacia la restauración de nuestra humanidad, tanto individual como colectiva. Hasta podemos —uno de los misterios más desconocidos de la gracia— trabajar para restaurar nuestro mundo material al estado en el cual, quizás, una vez nos sirvió en forma más fácil. En tiempos medievales, los artistas y artesanos consideraban al trabajo de esta manera.
Es sumamente desafortunado que estas verdades cristianas, como muchas otras, desaparecieran de nuestra vida cotidiana, especialmente hoy, el Día del Trabajo. Actuamos como si los quehaceres fueran una cosa transparente, obvia y fácil de llevar a cabo.
Se puede llamar a esto una forma de pelagianismo moderno; o de prometeísmo. Nuestras labores nunca son solo nuestras, como si tuviéramos —o pudiéramos crear a voluntad— el plano de la vida humana y el destino; y que todo lo que se necesitara fuera esfuerzo suficiente para conseguir el bien. Hoy podemos estar agradecidos por los muchos hombres y mujeres que vivieron y trabajaron antes que nosotros e hicieron posibles muchas cosas, en Estados Unidos en particular. Sin embargo, quizás los honraríamos mucho más si también estuviéramos agradecidos a Dios, como ellos lo estuvieron, por la oportunidad de trabajar dentro de su creación.
Al comienzo, la Iglesia se resistió a los movimientos laborales modernos, los cuales surgieron de los círculos socialistas y marxistas, y los cuales eran lo suficientemente filosóficos para saber que querían algo incompatible con la visión cristiana del mundo. Antes habían existido asociaciones laborales —gremios, sociedades profesionales, academias, etc.— pero operaban bajo la órbita sagrada.
La celebración moderna del «trabajo» operó más en la línea del «proletarios del mundo uníos» socialista. Unirse para derrocar el orden social —y el de Dios— ya que ambos fueron pensados solamente para reprimirnos. Como muchos trabajadores luego descubrirían, tenían mucho que perder bajo esa dispensa aparte de «sus cadenas».
Ese era otro mundo. Ahora vemos sectores completos de trabajo que desaparecen de nuestro mundo y nuevos que se necesitan crear. Nos preocupamos por los ganadores y perdedores de la globalización, con razón, y los efectos en nuestra política, y hasta en nuestra cultura y moral. No obstante, estamos en uno de esos períodos transicionales. Ninguna elección presidencial, ninguna serie de elecciones resolverá las cosas por algún tiempo. Es parte del verdadero trabajo intelectual que ahora debemos llevar a cabo para aplicar lo nuevo y lo viejo en nuestra situación.
Quedan algunas certezas sencillas. En el Génesis, Dios con claridad ordenó dos cosas, fundamentales. Primero, que tengamos familias e hijos, «sean fecundos y multiplíquense». A pesar de las cuestiones medioambientales, todavía permanece en la actualidad. Por cierto, donde las personas no valoran a los niños ni a las familias —las familias reales, donde los hombres y mujeres se convierten en «una sola carne» (Génesis 2, 24) no meros adjuntos pasajeros— perdieron la voluntad de participar en la pieza teatral de la vida en la tierra.
Segundo, la tierra no durará por siempre y tampoco lo haremos nosotros. Sin embargo, es obra de Dios, opus Dei en su sentido más literal, el oficio divino, multiplicarse y ejercer dominio como el Dominus, el Señor Mismo, desearía que el mundo fuera gobernado.
Algo para reflexionar en nuestro agitado Estados Unidos, el Día del Trabajo.
Acerca del autor:
Robert Royal es editor jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Su libro más reciente es A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century, publicado por Ignatius Press. The God That Did Not Fail: How Religion Built and Sustains the West está disponible actualmente en edición de bolsillo de Encounter Books.