Por Francis X. Maier
Para cuando lean esta columna, la elección de 2024 ya estará decidida, o casi. Y ya que lo que diga no afectará el voto de nadie y desconozco el resultado mientras escribo, puedo ser sincero. En pocas palabras: mi esposa, nuestro hijo menor (que vive con nosotros) y yo votamos el martes en contra del partido demócrata en todos los niveles. El candidato republicano a la presidencia era un narcisista excéntrico y fanfarrón. Pero su oponente, su partido, su compañera de fórmula, sus partidarios famosos y los medios nacionales corruptos que encubrieron sus deficiencias fueron peores.
Su partido calificó a millones de ciudadanos comunes de «basura» y «fascistas». Esto, mientras pedían cínicamente la unidad nacional. Y la adicción de la candidata demócrata al aborto era tanto definitoria como repugnante.
Todos tenemos el deber de seguir nuestra conciencia. Muchas personas de buena fe sin duda hallaron otra forma de votar diferente a la de mi familia. Eso queda en manos de Dios. Pero el derecho a matar a un ser humano en desarrollo en el vientre ahora es, de manera clara, un valor central de la élite “progresista” de Estados Unidos. El partido de Al Smith y de la clase obrera antaño católica es ahora el partido de las clínicas de aborto; el partido que convierte el descuartizamiento de un ser humano no nacido en un asunto de bienes raíces.
Sería prudente una lectura silenciosa de Génesis 19.
Como cristianos, no podemos evitar el compromiso político. Es un deber de ciudadanía. Más aún, tenemos la obligación evangélica de ser levadura para el bien en la sociedad. La política implica la adquisición y el uso del poder, y el poder siempre tiene una dimensión moral. Y las leyes siempre encarnan la idea de alguien sobre lo que está bien y mal.
Así que no podemos excusarnos de trabajar por lo que es virtuoso y verdadero en la vida pública. Pero la política nunca es la preocupación central de la vida cristiana. Es una mezcla de imperfecciones y compromisos. Y —como argumentaron pensadores como Jean-Marie Lustiger y Leszek Kolakowski— puede fácilmente convertirse en una forma seductora de idolatría. Que es, precisamente, la dirección en que se orienta nuestra cultura actual.
En su ensayo de 1986 “La idolatría de la política”, Kolakowski señala que los ideales fundacionales de Estados Unidos —que todos los hombres son creados iguales; que tienen derechos inalienables otorgados por un Creador— hoy “parecen falsos o supersticiosos para muchos de los grandes hombres que moldean nuestra imaginación”.
Demasiados de los líderes no creen realmente en lo que afirman. Y subvierten palabras como “democracia” para significar algo distinto a la comprensión popular.
La vida moderna en Estados Unidos conserva algo de fe bíblica. Millones de estadounidenses son creyentes. Pero el corazón de la nación, y el espíritu de su clase dirigente, son cada vez más tecnocráticos y materialistas. En efecto, vivimos en la cultura más materialista de la historia; una cultura de ateísmo práctico en la que Dios no es repudiado, sino vuelto irrelevante por otros apetitos y preocupaciones.
Sin Dios, la naturaleza (incluido el cuerpo humano) se convierte en materia muerta que espera ser manipulada, y la vida humana carece de propósito trascendente. La política llena el vacío de sentido dejado por la salida de lo divino. Y la tecnología ofrece las herramientas para lograr un ordenamiento social perfectamente racional y humano.
El resultado es una especie de totalitarismo suave. La sociedad moderna, se piensa, es demasiado compleja para soportar la confusión populista. Así que el liderazgo debe caer en una clase de expertos ilustrados que consultarán a las masas, pero que finalmente saben lo mejor para todos los demás, les guste o no.
Simplifico nuestra realidad política actual, pero no de manera injusta. Christopher Lasch argumentó lo mismo hace más de treinta años. Mi punto es simplemente este: demasiados católicos y otros cristianos piensan que vivimos en una nación con reglas conocidas, cuando en realidad vivimos en otra muy distinta.
La postura católica dominante en este país, especialmente en los últimos 60 años, ha sido la asimilación y la cooperación con la cultura circundante. En esa asimilación, hemos sido absorbidos por la cultura que debíamos evangelizar. Con frecuencia, nuestras convicciones católicas, junto con nuestro sentido de misión, han sido desvanecidas. El costo de esa estrategia fue dolorosamente evidente, y resentido por muchos católicos fieles, cuando nuestras iglesias cerraron durante la histeria del COVID en 2020 mientras las clínicas de aborto y licorerías permanecían abiertas.
Cualesquiera que sean los resultados de la elección de esta semana, el sesgo católico hacia la «adaptación» y el «llevarse bien» ya no tiene sentido. Es una receta para la extinción. Para los católicos estadounidenses en 2024, el mejor escenario político es una administración que frene la dirección de nuestra cultura y tenga una visión más amistosa de la fe.
Cambiar hacia una mejor dirección puede ser posible, pero también será una tarea mucho más exigente. El peor escenario es una administración que continúe con la misma arrogancia y hostilidad hacia la creencia religiosa que hemos visto en los últimos años, pero con más fealdad.
La fórmula leninista de “cuanto peor, mejor” es tentadora por su realismo; por lo rápido que podría crear una claridad cristiana incómoda en nuestro pensamiento y elección. Pero solo un creyente muy ingenuo acogería tales resultados.
Últimamente me encuentro leyendo los ensayos de Václav Benda, el gran ensayo de Václav Havel “El poder de los sin poder” y El costo del discipulado de Dietrich Bonhoeffer. Debemos pensar a más largo plazo que cualquier resultado de esta elección.
Necesitamos vivir de forma diferente. Recordar que somos un pueblo “apartado” para el bien de la cultura que nos rodea. El poder de los aparentemente sin poder es la disposición de ser la buena arena en el mal engranaje; decir no a la estupidez y a la maldad en el tiempo y lugar que Dios nos ha dado; y hacer lo correcto, a pesar del costo. Y habrá un costo. La resistencia, por más amorosa que sea, siempre tiene un precio.
Pero cuando suficientes personas lo hacen, el mundo comienza a cambiar.
Acerca del autor
Francis X. Maier es investigador senior en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center. Es autor de True Confessions: Voices of Faith from a Life in the Church.