Editorial Centro Católico Multimedial.- Manoteando, molesto, reclamando… esa mañana del 1 de marzo, López Obrador no pudo responder sino con lo que sabe hacer mejor: demagogia, perorata y vacío.
Horas después del tremendo enfrentamiento y masacre en San José de Gracia, en el municipio de Marcos Castellanos en el estado de Michoacán, desde la presidencia de la República volvió a darse la desmedida incapacidad para enfrentar la dura situación de violencia como jamás se ha visto en México. Sobra decir que el desgastado discurso de las culpas del pasado ha sido ya la mortaja que envuelve a un gobierno escudado en los abrazos y no balazos.
Este hecho enfrenta múltiples cuestionamientos sobre la impunidad y corrupción que han rebasado la capacidad del gobierno. Los presuntos acuerdos y la temida imposición de un narcogobierno en Michoacán tienen atado a López Obrador en una profunda crisis que se le ha salido de las manos. Nadie atinó en saber qué pasó en ese velorio ni quiénes estaban involucrados mientras sórdidas teorías salían a la luz: desde el fusilamiento colectivo hasta el enfrentamiento encarnizado ente cárteles. Este es una de las bombas que ya explota en la cara del presidente de la República y de los responsables de la seguridad pública y nacional. Como se sabe, la influencia del crimen organizado en las elecciones a gobernador del Estado fue incluso demostrada por las autoridades, aunque el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación lo tuvo por insuficiente para anular el triunfo de Alfredo Ramírez Bedolla por no haber sido “generalizado en la entidad”.
Sin embargo, la respuesta del presidente de la República fue tan inverosímil como pueril y hasta desesperada: «¿De dónde surgió el Cártel Jalisco Nueva Generación? Pues entonces, todos ellos, que por cierto deberían de quitarle el nombre porque afectan a Jalisco».
Así la semana inició en medio de la violencia, así terminó. De nuevo, la condena unánime por al asesinato del séptimo periodista. Juan Carlos Muñiz, periodista de “Testigo Minero” fue abatido por balas asesinas de las cuales no se sabe quién ordenó tirar. Sobran argumentos para despreciar este crimen mientras aun desde el exterior, se exige una intervención en México para resolver el problema de lo que ya se llama “masacre de periodistas”. Y las comparaciones sirven para ilustrar el nivel de violencia de un país que no está en guerra frente al conflicto desatado en el este de Europa. Según la organización “Reporteros Sin Fronteras”, en Ucrania ha muerto un camarógrafo que cumplía con su deber de informar. En México, un país en supuesta paz, en tres meses, han caído siete profesionales de la comunicación.
La Iglesia católica de México ha llamado a la paz y a ser artesanos de ella. En febrero pasado, el presidente del Episcopado Mexicano, el arzobispo de Monterrey, así lo advertía: “en últimas fechas las noticias que lamentablemente leemos y escuchamos sobre el incremento de la violencia en muchas partes del estado y del país, nos hace pensar en el desafortunado resquebrajamiento emocional y espiritual que vivimos muchos hermanos y hermanas”. Incluso en eventos deportivos donde las canchas son tomadas como campos de batalla y furia. Y aunque este tiempo en la Iglesia es de conversión, todo parece indicar que la pasión se adelanta cuando esta Cuaresma esté pasada por la sangre y la violencia.