La transición hacia una nueva administración -que no a un nuevo gobierno porque será continuación de la irremediable decadencia a la que estamos sometidos- tiene una impronta difícil dejando una sensación de que México, a diferencia de hace seis años, ni está mejor ni avanza por un camino como el que todos anhelamos: paz, seguridad, trabajo y salud.
Zonas completamente desestabilizadas y fallidas donde, ahora, las presuntas relaciones con el narcotráfico se hacen pasar como necesarias y recurrentes. Gobernadores y políticos señalados por deleitarse en amasiatos criminales, se curan en salud como impolutos, decentes y “transformadores”, mientras que la población, la gente que hace posible que una comunidad persista, debe vivir obligada a protegerse a sí misma, vulnerable y sin mayores recursos que la bendición de la providencia para que ellos o sus familias, no sean alcanzados por balas delincuenciales o de las fuerzas armadas, asesinos de esperanza, todo por el control, poder y “culto al maldito dinero” como dijo alguna vez el obispo auxiliar de Sula, Honduras, Rómulo Emiliani, en una situación igual de desastrosa como la que vive Centroamérica.
Desde los atentados de Morelia de 2008, México no había pasado por tanta zozobra en las fiestas nacionales. Gobernadores y presidentes municipales de Sinaloa, Guanajuato y Chiapas declaran que ya no hay condiciones para garantizar las celebraciones patrias en paz. Culiacán se ha convertido en una zona de guerra y la administración de López Obrador, como es típico en su talante, sólo atina a decir que son cosas mínimas desdeñando los señalamientos de las íntimas relaciones entre el narcotráfico y el gobierno de morena en el Estado.
¿Qué decir a todo esto? El obispo de Culiacán, José Jesús Herrera Quiñónez, por ejemplo, a través de un mensaje dirigido a la comunidad diocesana, animó a la esperanza, pero reclamó a las autoridades por abandonar a la población a su suerte, “hagan presencia y acompañen al pueblo que se les ha confiado…”, dijo esta semana para encomendar a la diócesis al mediodía del 15 de septiembre en una misa por la paz en la catedral.
En suma, en víspera de la conmemoración del 214 aniversario del inicio de la independencia, el lánguido, demagogo y débil gobierno de López Obrador, habrá de envolverse en la bandera para arrojarse en un grito como sucesor de Hidalgo y de los próceres, mientras que el 16 de septiembre, como cada año, las fuerzas armadas harán inútil despliegue de sus capacidades en un desfile que buscará “apantallar” al mundo; mientras, en otras regiones, su presencia es prácticamente nula ¿intencionadamente? cuando el narcotráfico tiene aterrorizadas y de rodillas comunidades enteras, secuestrando y matando, cobrando derechos de piso a merced de sus dictados.
214 años de independencia aparente. Los peores sistemas políticos de la historia se han afianzado del engañoso patrioterismo usando sus símbolos nacionales como un recurso de falso orgullo popular y demagógico. Un “grito” de independencia que sofocará al de miles de ciudadanos que viven la pena y desolación, el abandono de un gobierno fallido… mientras, desde arriba, el presidente dicta, por su palabra y decreto, que todos estamos muy felices. Se cantará el himno nacional esta noche para decir al orbe entero que “somos plenamente soberanos” cuando, desde dentro, nuestra independencia está desgarrada por la corrupción y la desestabilización de la República provocada por en cinismo rapaz para crear una estructura monolítica de partido único cuyos principales ingredientes son la mentira, la corrupción y la traición. A 214 años, México está herido y lastimado. Muy ofendido y desanimado.
¿Viva? México…