Editorial CCM / Bruno Jesús, Miguel, Daniel, Juan Flaviano, Fernando, Edwin Yael, Alexis y Juan Martín eran jóvenes católicos como millones quienes, un domingo, después de celebrar los misterios de la fe y convivir como fieles de la Iglesia, tuvieron un fin que nadie quiere para sus hijos. Sus vidas fueron cortadas violentamente, asesinados a balazos al lado del templo parroquial de San José de Mendoza en Salamanca, diócesis de Irapuato. Ahí quedaron sus cuerpos, algunos agonizantes, otros sin vida.
Ellos serán, para muchas autoridades, parte de las normalizadas estadísticas de la violencia en México y de la tragedia que enluta al país y que ha tocado a miles de familias anónimas cuando, en promedio, siete niñas, niños y adolescentes son asesinados al día en barrios, pueblos, comunidades, municipios y ciudades sin ley, sin autoridad, sin estado de derecho, pero con mucha corrupción, impunidad y gobiernos aliados con los verdaderos hacedores del poder, los que tienen al mal como único objetivo e imponer el miedo como ley.
La noticia será conmovedora, pero devorada por la vorágine que parece no dar cuartel a un país. Mientras lamentábamos la muerte de esos jóvenes, otra pesadilla es realidad en este país de profundas diferencias y surrealismo: En 2024, se estimó que siete niños, niñas y adolescentes desaparecieron al día según datos de la Red por los Derechos de la Infancia en México.
Tal situación ha encendido muchas alarmas y así permanecen. Y nada pasa. Mientras las autoridades se envalentonan con las dádivas en programas sociales que les permite captar el voto joven a través de becas que sólo son paliativos del dolor, también, en muchos casos, el crimen organizado se ha sentado en la mesa de casa cuando ha captado a centenares de jóvenes para ser reclutados o captados como sicarios.
Hoy, a través de redes sociales, y para muchos es conocidos, pasan por las manos de los niños y adolescentes “generosas” invitaciones para ser entrenados en escuelas de los cárteles o para ser buchonas y novias del narco y obtener lo que jamás podrían tener en sus vidas.
México es un estado roto y sus fracturas se acentúan cada día más. No es casual que esto suceda. La corrupción del poder necesita del combustible del dolor y de las víctimas para seguir operando. Y ese dolor es un engrane más del sistema que se ha construido en este país. Una bestia tan voraz y salvaje que, como el Saturno mitológico, devora a sus hijos para que él pueda subsistir en este reino de poder, sangre y desolación.
Enrique Díaz Díaz, obispo de Irapuato, al inicio de las exequias de los ocho jóvenes, hacía la pregunta obvia que es común para todos: “¿Por qué?” Un reclamo justo que brota, desgarrador, desde lo más profundo de los seres queridos de estos jóvenes; sin embargo, la fe cristiana nos anima a una esperanza viva y cierta de que, a pesar de la oscuridad, la Luz de la Vida está para darnos consuelo y ánimo. “¡Viven!” gritó el obispo de Irapuato junto con los fieles y dolientes teniendo certeza de que Cristo, al final, vencerá y Dios mismo “arruinará para siempre” (Ap 11,18) -sí a esos que se empecinan en el mal o la causan- a esos que han arruinado a este país ahogándolo en sangre y lágrimas de dolor.