Editorial CCM / Hace 7 años, el 12 de febrero de 2016, el Papa Francisco llegó a México en medio de una tremenda violencia que parecía rebasar la capacidad del Estado. Incluso aparecieron elocuentes cartones donde se daba la bienvenida al pontífice con río de sangre a manera de alfombra roja como muestra de la inaudita vorágine de terror.
A siete años, la realidad no mejora. Estamos en una normalización del horror, incluso desde las altas esferas del poder quiere pasarse todo esto como algo mínimo, normal, producto del pasado, de los conservadores y sin fin de pretextos para que las autoridades en el cargo se envuelvan en la bandera de la irresponsabilidad y negligencia.
La muerte violenta toca a todos los sectores. Y coincidente con este recuerdo de la visita del Papa a México, la Iglesia católica lamenta el asesinato de otro sacerdote, el octavo en lo que va del sexenio. Juan Angulo Fonseca, de la diócesis de san Juan de los Lagos, hallado sin vida debido a los disparos de arma de fuego que habría recibido de espaldas.
Las causas, como siempre, desconocidas. Algunas hipótesis apuntan hacia conflictos por la posesión de terrenos; sin embargo, la indignación de los fieles de la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe en Valle de Guadalupe, del municipio homónimo en los Altos de Jalisco, fue manifiesta ante el asesinato del sacerdote a quien estimaban por su labor pastoral.
La Iglesia católica de México se ha visto seriamente herida ante el asesinato de clérigos, seminaristas y fieles. El más sonado, el de los jesuitas de la Tarahumara con los principales responsables aun en libertad. En el sexenio de los abrazos y no balazos, las diócesis del país no sólo lamentan el grado de descomposición social, la vulneración de la seguridad a los templos y la desestabilización. Obispos viven en carne propia los retenes del crimen organizado y asaltos. Ahora, otro asesinato se une al de los padres José Martín Guzmán Vega, José Guadalupe Popoca Soto, Gumersindo Cortés González, Juan Antonio Orozco Alvarado, José Guadalupe Rivas, Javier Campos, Joaquín Mora y al del seminarista José Dorian Piña Hernández, estudiante de tercero de teología de la diócesis de Zacatecas, este último asesinado a balazos junto con su familia.
Cuando Dorian Piña fue abatido, el obispado de Zacatecas regido por monseñor Sigifredo Noriega Barceló, señaló que México vive un “clima de tinieblas” y exhortó a los fieles a “ser luz de esperanza” con los hermanos que sufren. Él mismo denunció la existencia de retenes del crimen organizado que impiden la libre circulación. En junio de 2022, haciendo una visita pastoral en los municipios de Huejuquilla a Tenzompa, al norte del estado de Jalisco, y que son parte de la diócesis, el obispo y sus acompañantes dieron con este ilegal puesto que les dio libre paso tan sólo con identificarse: “Nunca me había tocado pasar por un retén así”, pero “¿cómo es posible?, cuestionó.
Hoy, de nuevo en Jalisco, un sacerdote ha sido asesinado. Y esos crímenes claman por justicia. Desde el asesinato de los jesuitas, la Conferencia del Episcopado Mexicano llama a jornadas mensuales de oración dedicadas a ciertos sectores que viven condiciones muy difíciles. Se han activado los espacios de diálogo para la construcción de la paz y se vive con la esperanza de que estas cosas puedan cambiar. Sin embargo, hoy sufre otro duro golpe. Como alguna vez señaló a medios el arzobispo de San Luis Potosí, Jorge Alberto Cavazos Arizpe, administrador de la diócesis del asesinado padre Juan Angulo Fonseca, “Duele profundamente que ahora se mate fácilmente sin misericordia. Con todo respeto al género humano, pero se asesina como si fuéramos simples cucarachas…”