Editorial CCM / México vive un recrudecimiento de la violencia inusitado. Algunos especialistas la comparan con la del movimiento revolucionario de 1910 en el que murieron entre 1.5 y tres millones de personas.
En ese proceso se tocaron todos los aspectos de la vida. Muestras de ese inhumano odio entre mexicanos era el ajusticiamiento público. Cadáveres pudriéndose en la vía pública en la necrolatría de las facciones vencedoras. Son célebres las fotografías de la época en la que, usando los modernos medios, se divulgaba el escarnio del enemigo y el abuso del poder de sus verdugos: colgados y fusilados, humillación y asesinatos. Entre más degradante era el castigo, más era la demostración de poder y control.
Tal parece que las cosas no han cambiado, sólo los actores, métodos y difusión. Se pierden valores y el único respeto es el que dicta quien usa armas, mete miedo y controla todo. En Guachochi, Chihuahua, de nuevo un acto que tuvo la condena de todos: El ataque a un humilde templo donde el mensaje de miedo fue el peor, un decapitado a las puertas del recinto y el deleznable rafagueo del lugar como si se tratara de las peores épocas de guerra.
Con la voz entrecortada y una valentía evangélica, el párroco de Santa Anita Guachochi, padre Enrique Urzúa Romero, usó los recursos digitales para lanzar un mensaje cuyas palabras emulan las mismas que san Romero de América pronunció el 23 de mayo de 1980, la urgencia de un llamado a la paz y deponer los instrumentos de muerte antes de que esto ya no tenga punto de regreso: “Les pido, les ruego, hermanos, a quienes provocan sufrimiento y muerte en medio de nuestras comunidades, les pido, les ruego en nombre de Dios y de ese pueblo lastimado y hoy desolado…les imploro ¡Dejen las armas!”.
Urzúa Romero fue más allá. Lo expresó al decir que el ataque al templo fue una profanación “lastimando “lo más sagrado de un pueblo que es profundamente religioso, se ha profanado el lugar comunitario del encuentro, el lugar donde una comunidad vive su historia…”
Desde hace más de 15 años, el Centro Católico Multimedial -CCM-, a través de sus estudios y reportes, venía advirtiendo lo que hoy dice el padre Urzúa. No se trata de un odio a la fe, sino de lo que representa: Estabilización social. En las comunidades, los párrocos son un factor de equilibrio y símbolo que no se encuentra en otros actores sociales al ser “intermediarios” y actores que propicia la paz. En sus investigaciones, el CCM ha encontrado que los crímenes contra clérigos, en un alto porcentaje, se deben a una labor pastoral incómoda al imperio del crimen y el mal.
Años atrás, cuando el CCM así lo advirtió, se le tachó de amarillista y de tendencioso. Incluso algunos obispos e influyentes clérigos desdeñaron los informes anuales echándolos al bote de la basura. Otros, siendo más miserables que intelectuales, colocaron al Centro Católico Multimedial como “medio marginal” para quedar bien lamiendo la mano que sujetaba sus cadenas. Se equivocaron.
Pero también existen aquellos medios y grupos católicos que se han montado en lo que no les ha costado. Esos se quieren alzar ahora como indiscutibles defensores de los sacerdotes asesinados, plagiando y apropiándose inmoralmente de lo que el CCM ha dado a la sociedad y a la Iglesia. En pocas palabras, su indecencia es igual a su cinismo haciendo fama escalando sobre cadáveres. Son mercenarios de la información.
Lo sucedido en Guachochi es producto de lo que poco a poco ha ido ascendiendo con crudeza y en grado inmisericorde. No es nuevo. Ahora lo condenan y con justa razón. El llamado a la paz de los obispos de México es urgente y requiere de todos porque es una labor artesanal. El Centro Católico Multimedial lo había advertido en lo que llama neopersecución. De no darse un giro drástico, seguirá aumentando y quizá con peores consecuencias. Como afirma el padre Urzúa Romero: “En varios lugares de nuestra patria se viven y escuchan los dolores que a nosotros nos aquejan” porque el pueblo católico está herido.