Editorial CCM / “Bueno, miren, se confirmó que sí es José Noriel Portillo Gil la persona que encontraron muerta en Choix, Sinaloa, una comunidad rural, ya se confirma por los estudios. Me acaban de pasar la información”. Nueve meses después de la tragedia de Cerocahui y de lo que se supuso fue una búsqueda implacable de las autoridades, el hallazgo de un cadáver con evidentes signos de haber sido ajusticiado parece haber terminado con un capítulo muy doloroso según la confirmación de la identidad de “El Chueco”, Noriel Portillo, el homicida que asoló esa región del Estado de Chihuahua, hecha por el presidente de México en la conferencia de medios del 23 de marzo.
El Chueco murió como vivió; sin embargo, más allá de lamentaciones, el análisis se exige especialmente por lo que se quería con la captura del criminal. La provincia mexicana de la Compañía de Jesús manifestó que eso no debería significar “un triunfo de la justicia ni como una solución al problema estructural de violencia en la sierra Tarahumara. Por el contrario, la ausencia de un proceso legal conforme a derecho con relación a los homicidios implicaría un fracaso del Estado mexicano frente a sus deberes básicos y confirmaría que en la región las autoridades no detentan el control territorial”.
Efectivamente, tras los asesinatos de los padres Gallo y Morita, así como de Pedro Palma y Paul Berrelleza, la acostumbrada perorata de revancha y de utilizar “toda la fuerza del Estado” contra los responsables, quiso apaciguar la indignación. Militares y fuerzas estatales emprendieron la cacería del año que evidentemente fracasó. Las autoridades, ahora, tienen el deber de decir, o al menos especular, qué pasó con El Chueco, pero el fiasco es evidente. Ni todo el poder del estado, ni la revancha oficial fueron suficientes para tener al criminal vivo.
Todos podríamos apostar que después de los hechos de junio de 2022, las cosas habrían cambiado para esa región de Chihuahua. Después de haberse cuestionado la estrategia de seguridad y su ineficacia, fueron las autoridades internacionales las que intervinieron para dar una sacudida a las del gobierno de México. En enero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) puso a los responsables de la seguridad pública México en el banquillo, constatando que, aun con su estéril presencia, los jesuitas de la Tarahumara vivían en la indefensión absoluta, trabajando bajo amenazas de muerte, con la presión de personas armadas o sicarios en zonas cercanas a Cerocahui con intenciones de dañar y atacar a la comunidad de jesuitas.
Para la CIDH, la comunidad jesuita no gozó de un esquema “formal” de protección concluyendo que “no se han brindado medidas de protección adecuadas a la situación de riesgo, lo que puede ocasionar afectaciones a sus derechos a la vida e integridad en cualquier momento”. Así, la mesa de implementación de medidas cautelares, tan sólo unos días antes de descubrir el cadáver de El Chueco, expuso que el “Estado mexicano debe adoptar medidas de seguridad para proteger la vida e integridad personal de las beneficiarias, garantizar que éstas puedan realizar sus labores pastorales sin ser objeto de amenazas, intimidaciones, hostigamientos y actos de violencia, así como informar sobre las acciones adoptadas a fin de investigar los hechos que originaron la situación de riesgo”.
Sin duda, la muerte de El Chueco no es el final. Para el gobierno de México y el presidente de la República, acostumbrado a la ligereza y echar la culpa al pasado, será un signo afortunado para enterrar en el olvido lo que pasó en junio. Si bien toda forma violenta de pérdida de la vida es reprobable, la del Chueco tiene una carga especial. Confirmaría que el Estado claudicó de su primera responsabilidad y que sus enemigos son implacables… si no es que están en una sospechosa colusión.