Editorial CCM
Invisibilizada por los momentos políticos de la transición del poder, las febriles reformas constitucionales y el desmantelamiento de la forma del gobierno y de la democracia, pero no por esto, menor por ser una voz que clama que es necesario otro estado de cosas, la multitudinaria marcha por la paz de la Provincia eclesiástica de Chiapas, del pasado 13 de septiembre, fue demostración del clamor que denuncia el hartazgo que viven muchas comunidades del sureste y la necesidad de corregir el rumbo ante la descomposición por la violencia que se ha extendido.
Prácticamente en solitario, debido a las sedes vacantes de Tuxtla Gutiérrez y Tapachula, Rodrigo Aguilar Martínez, obispo de San Cristóbal, y su obispo auxiliar, Luis Manuel López Alfaro, junto con las comunidades y presbiterios, ha sido la voz de la Iglesia que denuncia incesantemente para ser la voz de quienes sufren las violencias y los que han sido obligados a guardar en silencio. A través de un comunicado, el representante de la Provincia indicó que la violencia va en aumento y los grupos delincuenciales tienen a Chiapas sometido en un virtual estado de guerra donde la gente vive aterrorizada.
Para la Iglesia en Chiapas, la violencia tiene su origen en el impulso de intereses de desarrollo de infraestructura y extractivismo como la minería y el despojo de los bienes naturales de las comunidades, además del incremento de la inseguridad en el que las personas son usadas como escudos humanos en los enfrentamientos entre autoridades y cárteles delincuenciales.
La denuncia, además, está en los peajes ilegales que los criminales imponen para circular entre comunidades ante la indiferencia de las autoridades a quienes lanzó un severo y duro señalamiento: “¡La historia los juzgará por su indolencia, por la incapacidad de proteger la vida de los inocentes!¡Estarán en la memoria de los pueblos pobres como parte de sus verdugos! ¡Aún están a tiempo para dar respuestas que lleven a eliminar las raíces que generan este sistema de muerte!”
Han pasado siglos y Chiapas continúa en esta desventajosa situación que, además, no deja de remitir a la promesa que el actual presidente de México, a unos días de dejar el cargo, hizo en campaña y durante su mandato: Sacar el sureste de la pobreza y hacerlo un polo de desarrollo.
Su faraónica, fallida y corrupta obra, la del Tren Maya, es el barco insignia que llevaría prosperidad, empleos y desarrollo a las comunidades de Chiapas en lo que toca al trazo del infortunado proyecto. En víspera de las fiestas del 16 de septiembre, López Obrador hizo una gira al Estado con motivo de los 200 años de la integración de Chiapas a la Unión mexicana. Triunfalista e insensible, la clase política se subió el “trenecito” del desarrollo mientras, por otro lado, miles marcharon clamando paz, seguridad, por el fin de los desplazamientos y la destrucción de los recursos naturales. Una demostración más del México de las polarizaciones provocadas por el actual sistema político que se empecina en el desmantelamiento de la historia para hacer su propia historia, una idea propia de los regímenes autoritarios esforzándose por invisibilizar lo que es evidente.
A unos días del fin de este gobierno, la deuda con el sureste y Chiapas es de un alto costo y peso. Es una deuda de muerte. AMLO se irá a su mentada jubilación en La Chingada, en un ambiente como lo quería Antonio López de Santa Anna en Manga del Clavo: Un retiro aparente para seguir dictando al poder lo que el poder debe ser mientras que miles, como afirma el comunicado de la Provincia eclesiástica de Chiapas, sin retiro, descanso o jubilación, seguirán en lucha “aportando esfuerzos para reconstruir el tejido social tan dañado” en el Estado de Chiapas.